20 de noviembre y el 2011
Las cutículas. Las puedo ver desde aquí. De la camilla, en el cuarto 7453, cuelga una mano de evidentes venas verdes. Un tiroteo de pecas casi negras. La piel es un crucigrama de arrugas delicadas y finas. Unos pliegues donde han corrido las aguas, las telas, el tiempo. Puedo ver como la saca por la ventanilla de un Jeep. Es una mano joven y fuerte. Y juega con la presión del aire. Siento el aire. El aire. ¿Intenta parar el paisaje (el tiempo) antes de dejarla colgando? Y con la otra, menea el volante. De izquierda a derecha. Como en las películas.
Yo me estoy bebiendo un café. A mi lado, mi padre habla sin su dentadura. Su figura está envuelta en una bata azul. Está varado. Las barandillas de la camilla bloquean una inundación de aparatos que guiñan y palpitan números y líneas verdes. Mantienen, a orillas de nuestra presencia, una conversación intermitente de códigos roncos y agudos. A pesar del entorno cargado y su confusión, mi padre está tranquilo. Flota en su cayuca. Sonríe y habla. Habla consciente. Rema en su memoria por los meandros del hospital hacia el séptimo piso de un monte por donde, en la bajada, se puede conectar con una cañada brava. Allí se hacen remolinos y te arrastran contra las rocas peligrosas. Muchacho. ¡Qué torrente! Pero después, cuando se abre el elevador, y todos sujetan la puerta, las aguas son mansas. Y de ahí, hasta el próximo vado, son dos horas remando. Hay que jalar la cayuca para poder continuar. Le dice a la enfermera filipina. Que después de tanto trabajo hay que comer. Y la enfermera le trae un sándwich de atún con tomate y lechuga. En vez de darle las gracias, le sale entre las encías un uuuuy. Cuando mi padre habla con la boca llena se le entiende muy poco. Lo que voy entendiendo tiende a mezclarse con ooos y sonidos onomatopéyicos que usa para describir La Cascada xxxx y El Quirófano. Ya le dicen que deje de levantar la mano. La otra mano. Donde tiene clavada una aguja que se confunde con cables y mangueras.
Saco el iphone. En Google voy siguiendo su rastro. Desde el satélite (la inmensidad). Aprieto una cruz. Atravieso azules, blancos y marrones hasta encontrar el verde. El verde. El más intenso de los verdes. Y encuentro el río del que habla. Repta amarillo. El caudal se alimenta de afluentes y nubes. De troncos y tierras que bajan de la memoria de los montes. Y como una solitaria lombriz se desplaza hacia la mar. En esa inmensidad (insiste) está su casa (La Casa). Cuando llegas a la boca del arroyo xxxx sigues el trillo a la izquierda. Lo sigues (pinpinpin) hasta que te encuentras con el primer vado. Si subes por la lomita xxxx verás que hay unos montes altos por allá, a la derecha. A su derecha, se abre una brecha luminosa en la oscuridad de la ventana. Están encendidas las luces del estadio de futbol de Englewood. Y antes de llegar a ellos, bajas por la cañada otra vez, y allí vas a ver un altico (riiic). Ahí tiene que estar La Casa. Está hecha de horcones de ????. Papá los cortó en el monte con mis hermanos (Elías y Jeremías). Óyeme, si no la ves es porque no la has buscado bien. Muchacho. Esas casas no se caen. Dice.
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