Un Casillero del Diablo con fecha de nacimiento a mi derecha. La tacita de café Limoges color Luis XV preparada. Es un ataque de rupturas. Otra vez. Entra la luz de la mañana por la pantalla de mi ventana y creo oír que pasa un avión distante. Y detrás, a una paloma negra la persigue el ruido de un automóvil que se funde con una sierra que corta y corta algo en algún sitio. Cuando miro la pared al lado de mi colchón, con sus parchos de humedad, las jirafas ya se han ido, y han dejado atrás un sepia distante. Un hueco.
Me anega la extrañeza. Me sobrepasa. Se deposita ( ) en el medio de La Parálisis. A lo sumo, lo poco que puedo explicar confluye con la descripción de la nevada que fundió a octubre en desgajes. Y ahí no hay nada. Nada que aporte a lo que digo. Porque hubiera querido (decir) que el camión de la basura, en reversa, suena como la alarma de un metamaterial detrás de la pantalla de mi ventana.
También. Me asomo. Absorbo la luz como un pequeño desafío. Me entrego para no abandonarme a la tristeza. No como ayer que pensé en la misma imagen todo el día. Ahí la tumba con un racimo de flores baratas. El jarrón de plástico blanco se ha volteado y sus flores yacen esperando que alguien las recoja. En vano espero, todo el día, a alguien que aparezca.
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