2 de noviembre y el 2011
La tarde tiene dos colores. Uno es el gris movedizo de las nubes. El otro es la totalidad de amalgamas, trozos de tiempo donde hacemos círculos que incluyen al patio con las verbenas y sus flores violetas. Y el violeta no cuenta. La tapa entreabierta del pozo. La cerca (transparente) que divide al patio del resto del mundo. Un mundo de tierra roja. Pero ese color tampoco cuenta. Y también al fondo, una visión elevadiza, donde los pinos se mueven ligeramente. Se añade lejos (lejos), detrás de los pinos, el ruido de un avión que despega. También se puede ver el avión que sale (tan lentamente) detrás de un pino. O. Y. Se puede notar su desaparición detrás del único edificio que está del otro lado de la cerca. Allá en el mundo. Un edificio grande. Sin personalidad. Pero que mami lo ha bautizado con el nombre de El Hotel.
La casa es de madera. En el patio donde estamos, debajo de la nubes enrolladas, la ausencia de sombras la hace aparentar más grande. Y esta tarde se amplifica como las ventanas de la casa. Como la puerta por donde hemos descendido mi hermana y yo. Y el velocípedo. Hemos dejado a mami de espaldas, en la penumbra de la cocina, lavando el arroz. Hemos masticado los granitos de arroz crudo que han caído al piso sin que nos haya visto. Y estamos alegres. Todo es tan intenso sobre el velocípedo. La velocidad. En los recodos del patio buscar la sorpresa. Explorar. Ampliar. Hacer círculos concéntricos.
Es difícil determinar cuando dejamos de reír. Aquello como un metal inmenso aparece sobre nuestra casa. Una forma muda. Espectacular. Algo que después se queda en la punta de la lengua hasta el día de la muerte. Y la persigue un viento de fuerza fría. De modo que los pinos se agitan. Y sucede todo tan rápido. Se parte el cielo de un mundo todavía por nombrar. Por encima del techo de las cosas aparece un hilo luminoso, espontaneo, fugaz y cegador. Así quedamos en ese gesto. Como en una pintura de Corot.
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