La casa huele a
baño de María. Cuando hay, le pone un ramito de ligustro. Le alivia ese viento
que corre por el costado de los cipreses. Llegan inexplicables torrentes de
aguas, salpicones, frescor del algodón mojado, piedras enverdecidas.
Cappelletti y humo, sal y oliva, la ventana se escapa. Siente su mano, el
hombro hundido en el colchón, el esmalte del linóleo, y se mira un domingo en
la mar borrosa de sus ojos a punto de llorar. Y sin embargo, la luz entra. Los cazos-
tantos tarecos sin lugar- sombras movedizas, bronquios en cada porción de
puerta que abre y de gaveta que cierra. Crujir o no el resguardo no se
arrastra. Una caja de fragmentos, irrecuperables cinco gestos ponen cuchillo,
tenedor y cuchara en el preciso equilibrio de un orden irreversible; y sobre el
mantel, sin violar el encaje de resupinados centrosemas, la geometría checa de vidrio
acampanado, dos mojones tallan el vino, tensión en el deseo, un címbalo en la
cachaza lingual espera, sirve la viuda, encogidos hombros en la rebeca, en dos
platos florentinos de alfarería portuguesa, las únicas sensaciones.
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