Tarde plomo. San
Isidro. Envestidas y arrebatos. Faltos de reposo los corrales. Enquiste. El
palco calla. Salta la arena –anuncio- y
se diluye. Se traza con el pase a punto que rotan las rodillas. Es punto
encerrado. Verónicas. Y a la vuelta los pitones están entre dos grandes
pulmones. Una belleza de espontaneidades en necesarias envestiduras. Ya que lo
que pasa pertenece al cero el encerado se derrite al mínimo roce. Lo dejan
pasar. Se contrae y escapa con rosados y amarillos tintos. Un toque argente de
inevitable añil. Y tal shogun, enarbola su peso detrás de la alcoba, brazos
perdidos, caquexia, y un gesto ante el té, de rodillas, si la puerta se abre
como la sombra de un arroz de blanquísima neuralgia, levanta la espalda y, en la
vaina, a la par del lomo, se recuesta (inclina) y pincha en vano la montaña. Sin aplausos.
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