Triste herencia (1900) Joaquin Soralla |
1
Anoche bicarbonato, salvo las
hierbas, últimas, de la ginebra helada. Soplaba el viento. Y desde la banqueta
pronunciaba, desierto, su peso, la entrega. Ah, qué descuelgue el trébol en el trío,
la mar en la langosta, los inciensos, el intestino bravo en el metano, su
testarudez, dicho empuje, empuje sobrado, inminente peso, oro viejo en el momento
de la entrega su carpa, volumen, en el instante de un desnudo.
2
El yodo. El faro vetusto en blanco y pirulí,
entabacada hoja, sobre esa piel en desuso la brisa. La marisma zurcida de
turbas se agarra, puntada a puntada, de los espartanales. En la distancia. Y la
espuma, enana, hasta la butaquilla se desmarca a la luz de los ruidos. Y la
mano, también ella, su estranguladora premura, cuenta la derruida quietud, en
aquellas volantes barajas.
3
Los parasoles de Long Beach Island.
Los inclinados parchos reemplazan las dunas. Por ejemplo. El amarillo contra el
rojo zahiere. El verde amortigua a alguien que desenvaina por estribor los
aromas de una croqueta. Olores añil. Y recortado dicho rencor, un maestro (Ming
Lin), reclinado, pasea las hojas de un libro (Frankenstein). Y tal vez piense Ahí
ese asunto de las sierras, pues uno tras otro, los hijos de la Parálisis, irían
por la arena a buscar su origen. ¿Y si alguien aprobara esta exquisita gelatina,
la tarde, y el estupor con una canción de Patsy Cline?
4
Grosso modo, mate a rosicler. En ello
baja hacia Newark un helicóptero seguido de algodones mordidos. Varias manchas
requieren partidas y regresos, y sin saberlo, una sospecha que además de
esconderse en los brazos de gres, menina de cintura, vacilante, se acerca,
campanea débil, y concede. Esta mujer de exuberantes tetas y encerado culo, los intervalos ya celulitis, un viaje amable frente a todos, su cuerpo elíptico, en
un deseo (todavía) resbala en el quimbombó de aquellos partos.
5
Ruedan. Encallan. Detritos, vidrios,
bufalinos esquemas para hacerle el amor a una botella. Va y viene el agua. Todas
las aguas. Infantas, lamentables. Y cómo será que subían tales guantes y
repollos a la arena. Que allí cercanas a las enaguas, vivitas, muengas, a lo
absurdo enredarse, en el menú de esas tenazas se sostienen, superiores, a un
lado, pillando a la masa bajo el sol.
6
Y de a poco la arteria de la playa,
desinflada, urdimbre. Ese suflé en la concha descompuesta. La aridez muestra
que los desamparos tienen una sobrepelliz nula. El rígido espectáculo en el blanco
reguarda el mismo recelo con que esa mujer gorda mira a sus hijos frente a las
olas hacer gestos dementes. ¿No es el blanco el color de la humillación? Y sin
plan- allá Sorolla- al desnudo la fijeza, las cosas con sus arpegios se
aferran, a lo sumo, al canturreo de dos o tres líneas.
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