12 de septiembre y 2011
Una gran parte del río Hudson carece de azul. Lo ha invadido un marrón que, desde las fuertes lluvias de Irene, parece aflorar desde el fondo. Viene (yo sé) arrastrando su vieja geología. Ese surco. La paciencia. Sobre la paciencia, el turbio reflejo de los rascacielos. Y desde allí (simultaneo) zarpa un ferry hacia Weehawken.
En esta orilla. Me entra el silencio. Caracol encendido. Un racimo de albariño se enrubia en la tarde. Arzúa. Y debajo de los plátanos, otredad, (absorto) escucho a las mujeres declarar sus cuerpos. Escucho rodar las sillas alrededor de las mesas en el parque. El vaivén de los fondos de las copas. Las miradas con el cómplice regateo de la risa.
En medio del río. El ferry me (se) distrae. Deja un surco que se eleva y se disuelve en las aguas. En el marrón creciente.
En esta orilla. La luz se posa jironada sobre la conversación. Los muslos de las mujeres y los caminos convergen en parchos detrás de mi nuca. Lo balbuceo. Pero no sé cómo decírselo a mis amigos (Leo, Jaume, Mariángela). Prefiero guardar silencio. Atrás, en Sobrado dos Monxes, he dejado dos torres curtidas de ocre (lento) e inundadas por la paciencia de la yerba. El claustro incubando las tardes. Y que no sabré volver hasta que el preciso momento me vuelva a empujar. Les diría. Y. O. Que. Tampoco me imagino cómo ni cuándo llegaré.
El motor del ferry se apaga justo antes de atracar en la marina. Hará otra maniobra antes que bajen los usuarios. Si no fuera por la bandada de gaviotas que irrumpe en chillidos, juraría que la isla de Manhattan, al otro lado, está de fiesta.
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