23 de septiembre y el 2011
Del trabajo al taxi y del taxi al aeropuerto. Nueva Jersey. Los grises, los cables, las fábricas esparcidas como manchas felinas entre las hierbas altas de los prados contaminados. Las antenas, la carretera que trepa y luego tuerce y pasa por la cárcel estatal antes de entrar en el aeropuerto. En el aire hay una ligera nausea que me golpea en la puerta rotativa de la Terminal B.
El aeropuerto de Newark es una jaula acondicionada por la paranoia. Tarjeta de embarque y pasaporte en mano, llegas a una línea nerviosa de pasajeros. La gente se apoya en las miradas de los otros, en el tipo que revisa si eres quien eres. Con una rápida Mirada te aseguran que la puerta de embarque no es otra, y que tu nombre es el nombre. Pasas luego ante la Mirada de otro. Un hombre bajito sentado en un púlpito. Pasaporte y billete. Te mira de arriba abajo. Pone su seña. Sigues en la línea. Delante de ti hay 40 personas.Y te da tiempo a leer tu tarjeta de embarque, asegurarte que el pasaporte está aquí, a seguir las instrucciones y amonestaciones que aparecen en unos carteles que te aseguran orden, velocidad, tranquilidad. Al final, están los detectores. Mientras, la gente se mueve despacio. Sacan los móviles. Llamadas inútiles. Textos. Algunos niños juegan. Chillan. Se meten entre las cuerdas. Uno llora constantemente. Unos japoneses se ríen entre ellos. Después de veinte minutos, se puede ver por los grandes ventanales del aeropuerto los aviones estacionados contra los gusanos de abordo. La luz, que lo desnuda todo en la amplitud de la pista, arrebata, por un instante, el malestar de la gente que espera impaciente. Allá. Se levanta otro avión.
Por fin, llego a la estación de seguridad. El hombre frente a mí se quita los zapatos. Yo hago lo mismo. Se quita el cinturón. Se revisa todos los bolsillos torpemente. Saca llaves, papeles, monedas, el pasaporte. Se vuelve a tocar las nalgas, el pecho. Tira un maletín sobre una esterilla. Desaparece en un instante. El hombre se quita la chaqueta. El guardia le hace señales para que entre por la puerta sin puerta. El detector se dispara. Al hombre le pasan por los flancos un aparato que hace un ruido chillón y ambivalente. Le piden que se aparte a un lado. Lo revisarán a fondo. Yo, detrás de él, he imitado todos sus gestos. Y esto me ha dado tiempo a observar a la mujer que mira la radiografía de todas nuestras privacidades. Atenta, despiadada, aparenta mirar sospechosa mi maleta de mano que ha desaparecido por la boca de ese aparato. La imagen de los Eloi y las piernas de Yvette Mimieux me asaltan con la misma intensidad que aquel último día en Laakbaar. Por un instante, pienso que la mujer ha descubierto el Morlock que llevo escondido. “Next”. Paso por la puerta sin puerta. Silencio. El guardia me mira vagamente.
Recojo mis cosas. Busco donde sentarme. Me pongo los zapatos. Me muevo con lentitud. Ya no tengo apuros. Un olor irreconocible inunda este espacio. La luz afuera se intensifica. Un avión pequeño cae en la distancia como una libélula. El hombre que estaba frente a mi está en una mesa con todas sus cosas siendo manoseadas por un guardia con guantes azules. Siento un alivio tremendo. Me baja una rabia parecida a la que sentiría una oveja cuando queda atrasada porque encontró un pastito lozano y le lanzan el maldito perro, ese perro que siempre se entera donde está.
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