14 de septiembre y 2011
Algo de arco de sarpanel se dispara. Es una de esas cosas donde uno se levanta casi inconsciente. Un ropaje de señas que me aguanta el peso. Un peso incierto. Como una balanza en el pecho y los pies en el linóleo. Hasta que desde las rodillas a la jeta se me declara el cansancio.
Hace varios días que el color del cundeamor me persigue. Cuando me lavo los dientes recuerdo que le vi los ojos hinchados a Isabel. Y que no le pregunté. No le pedí explicaciones a esas bolsas moradas debajo de los ojos. Me vi frente a ella acariciando los cundeamores. Amarillos. Rojos. Contrastantes. Intentando recordar si era una mañana. Si eran frescos.
Y es que ando guardando silencio. Evito hablar. Evito el orden de Isabel en el medio de mis desparpajos. Tal vez. Sería mejor que no volviera. Pero. Volver es siempre una relatividad a la que no le voy a exigir condenas. Porque por ejemplo: sentado en el linóleo yo comía mientras hojeaba un libro e Isabel (a mi lado) callaba sobre la carnosidad de los cundeamores. Ese inevitable rojo que no viene de ningún otro sitio. Y no le pregunté si eran dulces y frescos. Ni siquiera consideré que debía haberle preguntado cuándo y cómo.
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