23 de diciembre y el 2011
Hoy me he puesto, por primera vez, la boina roja que mi hermano me regaló para el día de mi cumpleaños. Tupida. Elósegui desde 1858. Impermeabilizada. Talla 58. La compró en la esquina frente al cabildo de Pamplona. Habíamos llegado de Logroño en autobús casi al mediodía, y después de dudar quedarnos en el hotel La Perla, giramos y se pagó lo que había que pagar, y nos alojamos en una lujosa e inolvidable habitación. Dicha habitación nada recordaba aquellos tiempos de Sanfermines cuando Hemingway allí se alojaba con su banda de seguidores, y algunos amigos que de verdad disfrutaban de las fiestas. Y cómo no pensar en Lady Brett Ashley en el lobby o al abrir las puertas que dan a la Plaza del Castillo con su airoso espacio. Hoy, recién plantados plátanos, que reemplazan a unos plagados, adornan los cuatro vientos y proponen lo que será sombra algún día.
Tal vez fue en el Café Iruña, a unos pasos, donde a mi hermano se le ocurrió comprarme la boina. Entramos justo cuando el gentío de la comida aborda al sitio y los mozos retoman otra velocidad. Otra efectividad en sus actividades. Y las voces comienzan a levantar volumen y los utensilios rechinan por doquier. Nos sentamos hacia el fondo. Desde nuestra mesa se podía apreciar todo el espacio embelesador del Iruña. Sus columnas, sólidas patas de una araña cuadrada, embarcan a los clientes como si esperaran en una estación de tren. A mi hermano, le atrajo aquella nostalgia de otro siglo, alojada allí en su totalidad, a pesar de los múltiples detalles, en medio de un café. Se fijó en los mosaicos blancos y oscuros. Ese abarrotamiento de sillas de patas curvas, banquetas altas, mármol gastado. Un remolino de lamparones y cristales que multiplican a las botellas. La luz que se filtra con respeto y salta de esas cosas como un olor distante. Esa misma luz que compartiera Unamuno, conocedor de boinas. Cuando el mozo nos presentó los platos, nada importaba. El murmullo de la gente sentenciaba el último trago de un tinto. Luego el café. Esa aparición del aroma corrió las cortinas e hizo que el Iruña nos transportara y nos purgara.
Afuera. Las calles nos estrecharon la tarde. Poca gente a las 3. Vagamos entre las calles adoquinadas y esos balcones mirones que se prenden de las paredes. Pasamos frente a puertas entreabiertas por donde se colaba el frescor de los patios y traspatios. Le señalé a mi hermano la tienda donde una vez compré con Isabel una cuchilla suiza. Puede ser que haya conectado el color de la cuchilla roja con la boina. Es posible que hasta ese momento la boina pudiera haber sido tradicionalmente negra y la cuchilla le hubiera cementado el rojo. Y que aquel rojo nada tenía que ver con los carlistas. Sacamos algunas fotos.
Terminamos frente a la plaza de toros. Le mostré el banco donde una vez me quedé dormido y me robaron una mochila. El ángulo de la entrada a la plaza que parece un vado y por donde entran los toros desaforados y envueltos en una masa humana en los ochos encierros de San Fermín. Le expliqué que el ladrón se podía haber refugiado detrás de esa pared y seguro había arrojado la mochila allí. La realidad es que no recordaba bien los hechos y cómo los percibí aquel día. No sé qué se me había desdibujado exactamente. Después, frente al hotel, nos despedimos. Yo necesitaba una siesta. El iba a darle tiempo a la tienda Elósegui a que abriera, no podía irse de Pamplona sin comprar unas boinas.
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