2 de diciembre del 2011
El mantel. Como lenta rueda que en los hilos de las pelotas de beisbol transforma las costuras en estadísticas. Blanquísimo. Un presagio interior jalonea.
Desembarca en el aire. Allá. Se alza hacia esas montañas peladas para que la (levedad) haga pulso, presencia, y se apresure el horror, el
Escape entre los dientes, el trismo por El Canal de Saint-Marc y El Paso de Los Vientos, y para que los alisios penetren ventanales y cortinas, invadan los cabotajes de las cocinas, y se cuelen por los montones de pied-a-terre en trozos blancos y negros, plásticos y palos, fosas y letrinas, en lo que se desmiembra el verdor de la mar bajo "la deslumbrante luz del mediodía". Mientras, los movimientos, de un lado a otro, flexibles de las mujeres hacen madejas de los cuerpos.
El cadáver tirado en la calle tiene la superficie de una piel que no se explica. La camisa toma (guarda) en la brevedad un cintillo de sangre. Se ha congregado alrededor de los pliegues lo curioso. La costura debajo de las axilas, en algún momento, cedió ante lo grotesco, de modo que la propuesta, aparenta ser un alivio. La pierna derecha está doblada con gracia. Las palmas blancas. Boca abajo, los cabellos han quedado enredados como un campo de pangola. Así que aquello de entender que con lo finito no se juega se desprende de los brazos tendidos, pues resulta confortante pensar que parece estar durmiendo en casa.
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