8 de diciembre y el 2011
Me voy. El parque. La continuidad de mis pasos hasta aquí los cuento en pedazos de escenas. Las reconstruyo para no salirme de las llaves que imponen este intervalo. Me persigue un rebaño de hojas. Tostadas por noviembre les ha cambiado el timbre del arrastre. Las más tímidas y cansadas descansan en algunos rincones detenidas ya por una fuerza incomprensible. Las demás me siguen penitentes y desconfiadas.
En el parque hay un lago. En el lago está encerrado un color menos evidente que lo que refleja el aire. En el agua flotan gansos canadienses. Patos con plumas tornasoladas. Las cabezas de algunas tortugas. Y la superficie se eriza porque desde el islote que está en el medio del lago sopla un sorprendente terral. Como si le saliera desde el centro un espíritu de fundamental escape y se golpeara contra la pared que la contiene. Doquier los gansos. Patos. Tortugas. Doquier las hojas han ido a caer por alguna coincidencia al color menos evidente.
No soy el único que le da vueltas al lago. Pero soy uno de los pocos que camina a contra reloj. Coincido con gente y caras. Son el resultado de todas las escenas que vengo empatando en un collar de luz. Esos corolarios pasan por el desfiladero de la angustia y me dejan temblando. Pero, ¿cuál angustia? ¿Cómo podría reconstruirla para nombrarla? También. Un esbozo negro de lo contrario, enternecido en las manos, se filtra en ese pasar de la gente. Por ejemplo. La compañía de un perro. La pequeñez de un niño. Una instalación de un tamaño casi siniestro en un banco. Casi. Donde pasean en una silla a un viejo. Y la biyección. Unos espacios con compuertas que dejan a mis espaldas un levísimo aire. Como si se desinflaran globos, y estos, enloquecidos, hicieran varias espirales por los aires antes de caer en el agua como una hemorragia.
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