10 de diciembre cuando en el 2011
Si vuelvo a regresar con las mismas alas intentaré aligerar el corazón. Creo que faltó ese salto en la sangre que borra toda duda, la que aniquila la gravedad para que jamás pisemos la misma luz. Eso lo voy a intentar. Como los camiones de carga que volquetean los escombros. Y traspasaré esa nata de los sueños que (anoche) me suspendió entre Jarman (Caravaggio) con su ángel contorsionista y Fifi le plume.
Le explico al señor de la tienda los vericuetos del peso del pan. Pesa tres bollos en este sábado luminoso bajo la luz fosforescente del establecimiento en una balanza que pestañea, en onzas, un número en dólares. Del pan ácimo y su tendencia al ritual. Y de su color. Le explico. De los panes que parecen llevar una piedra por dentro y son imposible de partir con las manos. El rechazo. Concluyo Es la complicidad de la muerte que vive en los panes. El me explica que ponerle mantequilla es un verdadero peligro mortal. Le refuto Y. O. Le pregunto ¿será la levadura o la levedad a lo que realmente tememos? Tres bollos son un dólar con cuarenta y uno. Afirma.
Cuando salgo de la tienda, como todo un impresionista, padezco ese momento cuando la luz se revela, por un instante, sin verificarse, y las cosas pueden convertirse en lo que uno quiera. Me alivia ese momento de desorientación. El mareo que le sigue. El apretón que tengo que darle al cartucho con los bollos para no caerme. Quizás con un poco más de velocidad, pienso. Si me llegaran a los ojos las cosas con una velocidad mayor que esta luz, tal vez lo podría aplicar a mis alas la próxima vez. Si puedo cruzar la calle, y llegar al apartamento, lo voy a apuntar en el Diario Intermitente antes que me lo pregunte La Parálisis.
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