22 de diciembre y el 2011
Ambrosias. Me imaginaba néctares. Los pistilos que chupaba en el patio de La Casa. Las amapolas encapuchadas en una guerra de rojos y verdes contra aquella muralla. Y no sé por qué al lado de esos sabores (casi nefríticos) aparece una aguja. El accidente de la piel penetrada. Un cacho de sol resecando a una tabla en el patio. A ello vuelvo. Como si un mareo azul tuviera que sujetarme por las axilas. Y la higuereta. Y.O. Debajo de su sombra con las entrañas hinchadas. Un mundillo de secretos (desiertos, mapas, Guillermo Tell, Aladino, el algebra de Baldor) girando mientras la radio transmite aventuras de corsarios y piratas. Y se me eriza toda la piel hacia las once de la mañana.
Ya para entonces, le he quitado a Peter Pan su novia (Wendy). Se la he robado por el conducto de la voz en las ondas radiales. Wendy y yo. Nos hemos encerrado en la letrina. Ella conversa con Peter. Pero. Ya es mía. Ella habla con su héroe. Pero. Ya le bajo el blúmer. Huelo su piel amarillenta. La rozo con el dolor de un golondrino. La froto. La froto, como a una lámpara maravillosa, hasta que sus bucles rubios caen sobre sus hombros (y). (Y) allí (los dos escondidos) en medio de la penumbra somos un solo rostro desconsolado. Antes que el horror proponga. Antes que mi madre venga a tocar a la puerta y un rayo de luz se filtre entre las tablas y, a la altura de los brazos, la cercene en dos. Y ambas desaparezcan.
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