15 de diciembre y el 2011
Perspicuo. Colgadas las grasas. Las gafas de sol y todo un invierno enrollado en vellos que desde la osamenta parten como un engendro del paleolítico. Una fuerza bruta de macho barrigón en su avanzada calvicie. Es un corte urbano de opacas caricaturas. Esos dones que tiene el rufián para levantar una tacita de café cuando lee el diario. Y qué lee. Pues sus ojos están cerrados. Embadurnado de cremas y aliños fosforescentes se cuida de la luz ahora que deshojado de camisa (corbata y traje) la piel se le queda estancada en un [a, b] intervalo cerrado cuando todo su peso se derriba sobre una toalla donde está dibujada una palmera rosada. Si fuera proporcional o estuviera propincuo a su sexuada anatomía allí tendida, nadie se opondría a que todo él, en su bulto total, acalle la tristeza, el roído cuerpo de los anuncios televisivos, de las fotos más nefandas de Mapplethorpe, una margarita exagerada que ha subido por los colores de un mal diseñador y que se exhibe con esa ternura de un Francis Bacon listo para una crucifixión.
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