Ferry Binghamton (Edgewater, Nueva Jersey) |
Semanas luz. Me
baño con jabón suave. Me encargo de mi cabellera corta, y de un estado lúdico
para ésteres, y astenias que me acompañan. Además, la mañana, la ventisca.
Una plaga idónea:
mis hermanos, al margen de un gran semen en la vejez de mis padres. Hace rato
que la vida es bella. Además de acordarnos de cómo hacían el amor entre 1969-86,
el mareo.
Al mediodía, cuando
paso por las orillas del Hudson, está la vieja caparazón del ferry Binghamton (todavía)
en desafío al fondo y las corrientes, emerge la teja, flotante fosa, removible
del caudal. Vaya caterva que no indaga qué fluye en el búcaro.
Teniente y
volantes: corvas: dueños alados por las necedades de sus perros: el sainete: tantos
cuerpos imbricando memoria fractal (no se aplique aquí tonelaje). Y pregunto si
es inevitable que las carnes, mucho antes de exponer, deshilachen y regresen a
las enormes manos de un carnicero. Y. O. Haya un parpado en el agua. O.
Ya por la tarde
el vino. Vall Llach. Magnum 203/203, el puente de George Washington a lo lejos,
al alfar niebla, entrega un conjuro de gris blanco y poco. Un tumbe. Intento levantarme,
coño, en los versos que atrás dejó sin darme prisa la trama y a cuya delicadeza
acuden los enólogos antes de enterrar el corazón vago.
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