Brautpaar (blau) 1966, Gerhard Richter |
Después del primer Martini dos albóndigas, y las venas de la espinaca, como las suyas, irrigadas de verdes, me dan envidia. Y atraco, sin más, con los adioses indiscutibles, diluidos, a pesar de estas banquetas. Aunque me duela el culo. Y no le informe de las hemorroides inflamadas. De esta impertinente psoriasis en las bolas. No es que me rasco- ahí- por exceso de ginebra. Me pica el avispero al arrimarse ojerosa. Falda apretada en los 20 kilos que ha cuidadosamente almacenado. No digo nada. Y qué iría a decir. Me cuento un sinfín de quejas. Y cuando cambia de posición me asalta lo de siempre. La Parálisis. La Verruga. La Ecnesia. La Capa Dengue. El Pitoplasma. El Mosquero. Y al final, donde parece que la luz parece ser luz en la última aceituna, el moral del patio. Lo cuento. Cuento las interminables veces del moral en la ventana. La dosificada fiera en el vino tinto esperando las frutas arribar a la lengua. Y lo otro. El fichero de palabras colgadas con los alfileres extraviados hace meses. El falso del pantalón que prometió arreglarme el invierno pasado para que me lo pusiera hoy, idus de marzo, nuestro aniversario. El día aquel cuando la besé y se desmayó hermosa y no supe como levantarla del piso. Pero como le iba a decir: me preocupa su gordura. La caída del cabello. Las cajas de cigarrillo barato que fuma a escondidas cuando voy al trabajo. Ese inexplicable apetito por el llanto y los flanes.
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