John Malkovich |
Doble las puertas y el sur se ofrece. Mi preferida prefiere callar. La otra, me arrebata el instante cuando John Malkovich se desabrocha el reloj (Hamilton) de la muñeca mientras el tren, en el que viaja, se desplaza entre los rumores de las avenas en el campo.
La suavidad me complica el apagón en Andy's Corner Bar.
En la oscuridad sigo hablando de esmaltes y un lago reflejado entre azúcares -silencios- tocados por la armonía y o los números de Clifford Brown que deciden abandonar el traga níquel.
Insisto ante la dispensación de mis espumas. Argullo con el negro que llevo en la gorra. Y mi amigo Sherbine, a mi lado, se estira sobre su cerveza 22. Deja de escucharme. Propone, en un círculo de anomalías, una numérica pespuntada a la cual no acudo. Para mi asombro, saca el teléfono, para en él deslizar la pantalla. Pero, cómo dicen aquí, cuando no hay más que ofrecer: Y hacia dónde?
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