Diseño de Almada Negreiros (1924) |
Los muelles de
Portugal. La ruina misma del óxido, varados redoblan los olores. Una y otra las
casualidades, la noción de una gaviota sitiada en el asta de un tanquero. En
los bolsillos, las manos hasta las arenas, la gente cuenta, turistas y portugueses,
cada grano a las olas disiparse.
En el bar. Los
estibadores se agarran de la tarde. Ha llovido todo el día. La piel terciopelo
de las sardinas. Lágrimas verdes. Cuando uno de ellos se excede y llama a otro
por su nombre. (Y). Todos, para la sorpresa de nadie, al unísono, vomitan para
corregirlo.
Por la rúa de manos
van. Parejos. Al médico, quien dijo que tendría que extirparle un trozo del
hígado. Él le agarra la mano. Y le pide que por favor no le ponga ají picante,
a esperar en la clínica, a pujar sangre por doquier. Por eso, le dice ella, te
llevo al puerto.
Al lado de la exacción
aparece la condición mortal, bloqueo mutuo, de un hombre derribado en su cama.
Ahora fracción. Total encuentro con el día, incapaz sostener las tripas, se
repite. Se acomoda en su axioma. Se da vuelta antes que el banquero le diga
rotundamente No.
Desde el
inevitable progreso de la descomposición deambula con un candil. Busca. Se
acerca. La oscuridad de un relato donde la imaginación lo va llenado de una
contracción. Solo puede advenirse una explosión. Al explotar, una ballena
también explota en una película de Miguel Gomes. Los trozos de ambos (todos)
caen como maná. Lo fétido se transfiere. Y reina la alegría, el ácido, y el
asombro entre los testigos.
Canta el gallo a
las 5 y 12 a.m. Delante de su hijo una mujer se corta una oreja. La sangre que
de la avería mana tiñe manos, vestido, el rostro del niño. Quien sabiendo bien
la función de su madre saborea, adepto, salinidades y minerales.
Llegaron desde Coímbra.
En la Rua de ( ) se sientan en un banco. Camisa blanca él y gorra de Manchester
United su hijo. Joao, niño, por su parte, tiene un tumor en el corazón. Joao,
padre, ha traído un telescopio para quien desee donar escuche los latidos del
sentenciado.
ERA como dos
amores en uno. Los días de lluvia, estos, más intensos. Hasta dentro de las
paredes se les abalanzaba la infancia, palpable. Salir ambos a un café y
tomarse las manos. Escuchar el chirrido del tranvía ( ), las voces, y algún
fado. Pensaban que podrían perderse. Que si aquella lluvia continuaba
regresarían al seno de un lugar sin regreso.
Hay un brillo en
un adoquín de la plaza ( ). La intensa humedad reproduce aquel olor a petróleo.
A pesar que recuerda que muy pocas cosas pueden poseer la imagen fija de una
copa de madeira. Una campanilla y el sabor a nata. Siente, irresistible, el
deseo al pisar otra vez la vereda. Si fuera su cama. De allí no se levantaría.
Jura.
El instante
antes del degüello del cordero, la niña se percata que le falta el colmillo derecho
a su padre, quien, cuchillo en mano, le ha sonreído. Observa, atenta, cómo le
aguanta la cabeza al animal mientras se desangra. Y ubica la combinación de los
estertores y la sangre burbujeante, y, con su lengua, ese hueco entre los dos
dientes que a ella le faltan.
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