4 de mayo del 2011
Camino por un caserón blindado de rejas blancas y oxidadas. Agujeros y ecos. Un cerco de boj florecido. Distantes se escuchan sierras que desmiembran y luchan contra alguna dureza. Y le sigue el silencio del interior.
De cuarto en cuarto. Los mosaicos (sevillanos) se dividen dentro de una geometría fractal. Un cuarto tiene el indicio para la habitualidad, y otro, sin embargo, lo que le queda es el testamento de algo sin apuntar. Una mustia alegría del amarillo. Ese coqueteo que asumen los espacios húmedos y trasnochados. Un patrón bello y demente.
Se abre una puerta. Un vientecillo salado se cuela. Atraviesa. Le crea espacio al caserón. Dilata. O. Y. Zafa. Me sorprende como siento mi propio cuerpo. La camiseta de Patagonia ligera y azul. Sorpresa. En una mesita de noche reposa un tigre brilloso. El tiempo. Quiero decírselo a alguien. Que ese pobre tigre está encerrado en la cerámica. Que la brisa lo acaba de rozar.
Como aquí nadie me va a hacer caso, le busco una solución. Me imagino a un hombre parecido a mí vagando por estos cuartos. Arrastra los pies en dirección a la cocina. Cuenta los mosaicos como La Vieja. 53 mosaicos hasta la cocina. Busca aquella tacita de café que le trajeran una vez de Paris. Una Limoges, color Luis XV, perfectamente preservada.
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