Gerhard Richter (1962) |
El fámulo se
rasca el culo. Levanta (tan solo) de la urdimbre del salón de estar el dibujo
de un mustélido secuestrado en una tetera de Meissen. La tacita, a un lado y sobre tres platos en el tejido, espera con su gatillo. Y en apariencia quiebra
en silencio, el roce del pantalón por la entrepierna, el guante de felpa que
equilibra, el espejo entallado, ahora caliginoso, por donde repasó la Señora el
conteo, como en una tarde de caza, lo cóncavo: la orilla lábil de la porcelana
en contacto con el agua, sucesivo el vapor contra lo claroscuro sus espirales
fatuas, un acontecimiento que por acontecer se detiene enervado en un segundo
gesto, en las contradicciones y las risitas, y demás. Y hay más, mucho más, lo
inane en el florero, donde la luz de trancadas margaritas ofertan fierecillas,
se defiende de un dragón de cristales y filos y hormas, rosados y mieles,
hojaldre de pasteles y azules y linos blancos a disposición de las manos que
recogen también la decepción, lo nimio, la inexpresiva tristeza, la grasa que
dejaran los labios, y el rastro fecal de la caterva.
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