Cartera de Prada |
En la talabartería
le decía Siempre me ha gustado templar afuera. Y ver las bestias correr por el
descaro bestial de sus espacios. Ir debajo de un árbol a oler una semilla extraña
que jamás te comerás o excretar desde las alturas sin blanco alguno. Allí la
piel transparenta y liquida, los muslos delicados de las yeguas y el tremor
después de las orinas se intercambian, la mierda verde por doquier con su
linaje de espesor curativo amontona su ciencia, y el trote de impalas asexuados
y nerviosos o el arranque de una chita contraída por el hambre, su olor a
muerte, agazapando en el deseo de sus insistentes moléculas, espera. Algo así
le decía acariciándole el culo, bajándole por su dorso la cima y el fondo, un
costillar a fuego lento bajo la tarde de la sabana, le decía, que la carne se
mueve incondicional, que su pulpa reside fractal en el encanto mientras se
expanden las estrellas, que seré un extraño en sus olores flotando sobre la
quietud del formol. Tan utilitario el exterior, le decía, se transforma en mis
caricias, en el irresistible olor erotizante de una talabartería o en la
seductora y glauca aparición de una cartera de Prada.
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