Chiswick House |
Moscas. Roncadoras.
Le dan con disimulo, las vueltas, acritud de falsos pétalos instalados al lado
de cada oreja. Verde limón. ¿Naranjo en flor? Lago fragante, baja los peldaños
y se acercan todos, la tía, el tío, y la cotorra, dos pasos a la izquierda, y su
nombre cuatro sílabas con erre y cigarro. Encendido en la sala de padre que lo
ha visto todo sin urgencias. Su pedazo de ventana, alfeizar, malanguitas recién
regadas sudando como si en Tailandia hubiera un agujero en una pantalla por
donde se aroma con luz y que sabe dios qué carajo se le enreda en corpiños
cuando se inclina y lo besa, cerca de esa mazorca en su oreja que debería
haberse afeitado, pelambre de mal gusto. Y hasta la puerta, descanto, la
apuesta al encaje de Chiswick ondulante, las perlas, las esclavas en la muñeca,
izquierda por razón de suerte, deja atrás los azabaches y manitos orando. Y el
bucle sobre el hombro su significado entrega, hasta que no ponga el pie en el
corredor nada sucederá. Aquello se desvanecería antes de empezar. El viento rastrea
con el pasar del primer Impala y queda la duda cuál color tenía. Nadie se
enterará si desde adentro escuchan los tacones alejarse entre los alarmantes
chillidos de la cotorra.
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