Roberto "Polaco" Goyeneche |
A Emil de Sousa
Entra la milonga. Razón para recordar. A
penas grieta. Las negras hendidas sobre las blancas. Las blancas en una lluvia
de canas tiesas y alambradas. Y en causa ajena, los pies plantados van lijando
hacia la puerta del boliche, como hacen en los bailongos, un gesto de juguete.
Adiós. Goyeneche. La acróbata colgada. La
soga de este techo de mampostería, su liquidez. Lo confunde con su voz, igual
que Ezra Pound volvía hacia el giro infernal de un Dante pendenciero. No se
halla lo celular de la voz como en aquellos puertos donde los héroes se
encallaban a esperar y cantar?
Los intermedios del dolor si por fin el
amor garantiza. Volverá la garúa? O. Y.
Rescatará la humedad esa maldita copla (pesada) dentro del piano donde
la plaza se chupa a pedazos lo que escapa en las caricias de los amantes
sentados?
Rasga. La memoria encima de pálpitos de
platos y cucharas. Mesas arrastradas y sillas impares. Allí, esperanza hacia adelante
una presencia. Pone el dedo dentro de un vacuo agujero que hace con las migas
mientras el camarero lo sumerge en el olvido cuando, él, está por recordar
aquella falda de domingo y sin rostro.
Aquello que Paris metió en su cabeza. Y le
abrió la plaza al lado del boliche, única torre a la altura de la pared. Donde
una mosca pasea hacia arriba, rumbo al techo. Y ahora, boca abajo, se equilibra
sin necesidad de volar.
Facha. Es la única en perder. Esta tarde
de algarrobas y pinochos. Y cuartos a mitad del fuelle que ladea por la
cabecera de la cama. Regresa, engrasada la melena, la chaqueta de paquete, bien
lustrados los zapatos,
y con ella a su lado, preguntándole quién
es.
No hay comentarios:
Publicar un comentario