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La vacuidad. La
vaca. La bocanada de humo. El fuego
apagado de una mirada. Los ojos cuando dos alternativas dejan de ser un
pensamiento y entras en el olvido del otro con un rabo que mueves de un lado a
otro en un potrero cercado.
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El estertor. El
perdido. Las cosas dos veces perdidas en el imposible encontrar de su misma
palabra. El diccionario aquel de la dicción. Preferiblemente un conjunto de
frotaciones, unas ramas selacias contra el lomo de esa bestia desnucada que
yace hundiéndose en un pantano.
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Congratulaciones.
El traqueteo. Suena el cuello cuando cede. Y los excesos se van confundiendo en
cómo se recrea un hombre al pasear por una plaza buscando qué decirse. Qué
internalizar. Y pasa una mujer arrastrando un perro a quien llama Geórgica.
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El pellizco. Y
no los riscos, calle abajo, en las secularidades. Los reglamentos y las
pretensiones de los hombre al margen de la ley. Lo demás sufre una conjugación
de anacoretas y tetraciclinas. Una verdadera conjugación para pretender
entender los principios del siglo.
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El yoyo. El yo.
Y. O. La cuerda oye el runrún, corta el aire. El pulmón desafiado. La cara con
todo un enfado cruza y no se mete para nada con ese filo. Jamás toca ni en el
cuchillo mejor forjado. Parece en esa condición no tocar ni lo uno ni lo otro.
En caso de una perversión freudiana.
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