Cuando entro al bar, la luz se desprende desde el mismo ángulo cuando tenía diez años, y el polvillo quedaba
suspendido sobre el mosquitero. Le pido a Bárbara un Slyfox. En el otro lado, un
hombre, o sea, a mi derecha, su perfil prefiere estar animado hacia las
noticias en la tele. Y, rumbo al norte de lo que menos me importa, hay un
espejo donde pido la primera de 100 cervezas en esta jornada. La A
tallada en el espejo me queda justo en medio del rostro. Y me parece cursi.
Casi, por decirlo, hubiera preferido que no me hubiera visto. Guardo con celo la imagen de Juan agonizando. Su rostro
en la desintegración. Sus páncreas oteadas por un ogro. Después me muevo. Voy
al retrete. Y antes de levantarme, la etílica esclarece: “Latitud es el
diamante de un amarillo que sin dulce se va. Igual que Juan. Al abismo. A base
de trucos las hojas se iluminan, el círculo del vaso es para cerrar y abrir.
¿Cuál puerta? Cual sea La Garganta.”
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