La antena del Philco, el radio de La Casa, sirve
para colgar las toallas, para que la cotorra haga maromas, y padre cuelgue al
sereno la sal de sosa.
La cuchara se contiene argéntea. Fulminante. Sin
paladar, la tortura. Y sobre la mesa, lo cristalino –formica- se permea en el
brazo de mi hermana si dos mosquitos se dejan desangrar.
A un lado, contraído el patio, apéndices y amapolas,
el asco en la mañana con su jilguero mariachi, nada que ver, el aroma del pan llega ácimo y polvoriento. Negro en el café.
La bata de casa a madre le cuelga de los hombros. Ahora, bajo esta luz, inerme, iguales a banderillas -cuando veo caer desde este bar la nieve- se
concentran los rojos de sus flores. Padre, severo, afirma cuchara en mano: “Hay
que abrir la boca y salar antes de zarpar por la vida. Un hijo sin parásitos es
un Hombre con futuro.”
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