30 de enero y 2011
Tengo un ataque de mutismo glandular. En este domingo flemático, se contrae, a los 40 grados Fahrenheit, todo lo que pregunto. No me atrevo a tocar nada. Le estoy dando tiempo a las salivas para llegar al café.
Quisiera leer a Machado, pero no sé si eso alivia.
Pongo el agua a rodar en el grifo para ver si me dan ganas de orinar. Cuando era pequeño, frente a casa, la casa en la calle sin asfalto, escribía mi nombre cuando orinaba. OSCAR en mayúsculas. Bulenda en letras corridas.
Eso no se hace, Oscarito. Mami se secaba las manos en el delantal frente a la puerta.
Un día, porque no pude evitarlo, y, camino a la escuela, escupí la sala de Nora, la vecina. Tenía la puerta abierta. La sala acabada de trapear. No pude resistirme. Todavía me llega el olor a creolina. Nora me vio aquella vez, se lo dijo a mami y se levantó el desquicio y sus famosos chillidos, sin contar los chancletazos.
Meses después, le oriné la sala a Nora. Esa vez, nadie me vio.
Quisiera escuchar a Paco Ibáñez cantar los poemas de Goytisolo. Hay un poema que habla de una casa y la flor de jara. No deja de tocarme la voz de Paco. Tampoco estoy del todo convencido que eso me alivie.
Cuándo fue la última vez que lloré.
Qué tal si le orino la puerta a la vecina del frente.
Qué tal si pudiera llorar y orinar a la vez. Qué me aliviaría. Con qué tendría que soñar.
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