31 de enero y 2011
No sé qué disturba esta vega de naranjos recién florecidos. Mis labios. Sus labios. La rústica paja que cubre el rocío se ha transformado en un plato de aluminio. Canta un totí. Si no cerca del cafetal, canta en lo alto de una güira. Hay todo un rumor, una displicencia que, en el aire, se quiere poner afín. Esa ansiedad cae de las matas de mango como si fuera una pedrada.
Y me doy vueltas en la cama para decir que habías sido tú. El mundo. Por qué no las hojas. Se me queda ahí la incógnita, otra pregunta muerta que espera que las glándulas segreguen. A las 6 y 10, el despertador me lo aclara.
Otra vez, la calle. No sé, otra vez, una cúspide. La repentina voluntad de los árboles (ayer vi un video con árboles que giran, patos que flotan en negro, una luz interior en movimiento) se apunta contra el revés de las nubes de este mes de enero donde el mundo ha decidido que quiere ser mejor. (Blanco o egipcio). Y qué.
Como si jalaran la gandinga. Como si metieran un supositorio. Como si sofocaran con astracán. Las cosas se agolpan con sus propios acontecimientos. Se acercan. Se ponen sobrenombres como nombres al que todos arriban por su propio peso.
La angustia de quedarse aquí. Esa es la medida. La escala de mi desespero. Aquí, en la parada del 167.
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