A Gesaleico, la culpa se le manifestó con irreversible franqueza.
La historia secreta de sus padres, el giro que a ellos
Les hubiera correspondido, le encadenó en sanguíneas
Y criminales intrigas. Sin querer, le armaron un patíbulo
En el medio de la frente.
Por supuesto, a Gasaleico, le penetró aquella tinta en los dedos.
Todo lo embarraba. Hijo ilegítimo. El mundo (Narbona) arremetió
Contra el bastardo. De punta a punta, el reino lo sitió.
Al oído, “Bastardo, Bastardo”. Porque todo lo que tocaba
Lo embarraba.
Y por qué no. La rabia lo cegó. Usurpador no era. Saberlo le dolía.
Pero, incapaz de poner la suerte de su lado, solo pudo,
Desacertado, tirar órdenes al aire, y con ello, cargar
La pesadumbre que requiere la miseria. Y como dijeran
“medroso de tan grande aparato”, como si llevara al hombro
Un ganso, blanco y desganado, se entregó a la extrema crueldad.
Pasó por hierro al justo Goerico. Barcelona jamás lo ha perdonado.
Después, no hizo otra cosa que correr. Nada fue igual.
El deshielo natural de sus días se aparejó con el ensañamiento enemigo.
La vida lo fue desalojando a la grotesca esquina
Donde se le pone fin a una historia cualquiera.
San Isidro, en un momento alucinante, pareció haberlo visto,
En harta retirada, sucumbir a la orilla de El Drucucio
Como el malvado que “primero perdió el honor y después la vida”.
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