Groundhog day y Andrew Wyeth |
2 de febrero y el 2012
Solo respondo al blanco puñetero de las glándulas. No me segregan otra cosa que algunos nombres. A tientas, hace rato, la pared amarilla se funde con su anzuelo pacífico. La dureza no necesita nombrar. La estructura innegable, rústica, donde apenas las cosas se depositan, repugna. Rechazo. Es lo que me embarga. Una cantidad de noes y sies melcochados, clavados por doquier. Y esta temperatura borracha de febrero. Este ardor que hace que los cuerpos se expandan y tengan un sudor con denominación de desconcierto. Es simple, no atino a ponerle rabo ni voz a lo que busco. Se insinúa, en las puntas de los gladiolos enrojecidos, una avalancha de presencia muda. Vuelvo el hombro. Y, detrás del patio de la escuela, se me levanta la (otra) sospecha en la magnolia florecida. Las cosas no son tan aparentes, muchacho. Le ha brotado una sombra de rosados y blancos por donde juguetean dos marmotas. Trago en seco la ausencia de la saliva. Como si todo yo me encogiera de camino a las tripas.
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