Cabeza de larva de mosquito/ Susumi Nishinaga |
18 de marzo y el 2012
Domingo. Vías combinadas por los amarillos de la pared de este cuarto. La luz se estaciona en el filo del colchón. En el apartamento de la vecina de arriba, el estambre de un lejano rock and roll de 1957 separa dos rodajas de pan con sal y aceite. Aparece la cara de mi madre. Su traje de pana verde. Sus tacones. Y aparezco yo. La Casa. La limpieza de los mosaicos (ahora) con la humedad en las narices. Y Eso es insuperable. Pero lo que me encuentro a mitad es una reacción variable de aquellas cosas. La levedad con que se aprende a sostener la memoria. Aquello que suelta en sus propias partículas (una anatomía) y sobrevive por un tiempo antes de extinguirse. Me refiero al florero. A su agua turbia. A los tallos encebollados de las amapolas. La lupa que exagera a mi mano. Y. O. La carga absurda de mi madre alrededor de sus muñecas paralíticas y con baberos. Y al lado, la mesita con el radio Zenith. Como si en un nocturno caso de mariposa domesticada diera a conocer el lenguaje de Bach. Por si acaso a los niños un día les da por la música.
En el sofá tejido de esparto, de cara a la calle, escucho, al lado de tres muñecas vestidas siempre de domingo, una radio novela. La gente, frente a la puerta, pasa con sus cargas del almuerzo. Dice mi madre Es un eco permanente. Algo ya no es como antes. La luz de la calle (de par en par un párpado me persigue) se transforma en los mares que habré de vivir (El Cantábrico, El Plata, El Mediterráneo). Aparte, la lucidez de las cosas converge con las sombras de los muebles y el rosicler del cielo raso. Porque adentro, donde las cosas aparentan ser tan simples, la sala pertenece a un atlas de mi padre, a una primera lectura de Poe al margen de la hipotermia y el Ártico, a un abismo, a la conversación de dos amantes en la estación de radio.
Mi padre me manda a buscar hielo. La barra, envuelta en papel de periódico, apenas resiste las diez cuadras y el calor del mediodía. A la mesa llega un trozo embadurnado en tintas. Lo lanza en la jarra. Mis hermanos guardan silencio. Mi madre alza los brazos y sirve el almuerzo. Mi padre baja el rostro y comienza a darle gracias a Dios. En la jarra se contraen varios gusarapos como si fueran movedizos signos de admiración. Por lo demás, no puedo superar el rojo de las amapolas que se intensifica en la lupa de la jarra. Amén. Yo tengo una capa, dengue, de oro y de plata, dengue.
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