Dentro de lo
suyo, el látex. Aceitadas sus penínsulas, como marañones, su acidez aprieta.
La floja sepia puesta de nada vale. De nada vale que apriete. Y tampoco. El olor
a caimán, al regreso de los reyes magos, los ojos desorbitados sobre las
muñecas- decapitadas, parapléjicas- a montones en el rincón. O. Y. El fondo de
los baúles. Una orbita de algunas líneas se entretejen, cuántas veces, con la
manufacturada caricia de una mano, un piececillo que en su camino atrapa, en el
estambre, la admiración de una madre. Algo allí nace. Huye. De sus propios
químicos crece su fijación cracitante, el retoque de los labios en el neceser
–aromas, creyón, carmín- igual que un cuello de una pareja de gansos que entrelaza
por vida la búsqueda en la asfixia. Algo así, que tanto imita, requiere morir con un cuerpo.
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