Robert Becthle |
Las sirenas.
Y los cláxones. El torna azul de las primeras gotas decididas cae sobre el
último día de marzo. Y no hay entregas. Las fijaciones de lo ácido han ponderado
la denuncia “que los hombres son un techo” mientras se transforma la diatriba
en un sarcoma alejado de su pelota. Todo el día ha sido un arreglo para
alejarse cada cosa de cada cosa sin dejar el menor rastro.
Cuando se
alejan las sirenas. Entonces. El tránsito aparenta recuperar dientes, El Hudson
una pandora de grises en los buques, La Avenida Bergenline, de puesto en
puesto, requisa el olor falso de las paellas sin fumet. Se conglomeran los Que
y luego, adjunta, una luminosidad que estaca. Se confunde con lo quieto. Incluyendo
las vidrieras, en un principio psiquiátrico, para quienes pasan opacos y fuñidos.
Y hay poco que decir en cuanto a explicar el cercano calor de abril. Se repite esta
ansiedad de No poderlo exhibir, sin sentir antes de cavar, y sin propuesta
estimar cuántos días faltan para que claudique el verde en los árboles, para
conversar, coño, bajo la señal de algo nuevo.
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