14 de marzo Y 2011
Miro al piso y allí Añicos y Perjurios. La cuarta constelación de este linóleo derrotado. Una explosión de un antiguo juego de ajedrez se vuelve luz una vez que entro. Y mentiras. Son varios parchos. Me hipnotizan desde un patrón que se han venido cociendo con el arribo de las pisadas, los años, y los aceites que he ido derramado en este piso. Ahí. El arrastre de libros, mínimos accidentes, tintas y papeles que se han conglomerado en una estela láctea, el constante descascaro de mi piel, el ir y venir hasta la ventana, el escurrirme hasta la cocina para sostener la mirada hasta el punto en que todo comienza a girar en su tiempo cósmico. ¿Dije cómico?
La taza del café ha dejado un sistema planetario encerrado en un círculo perfecto. Donde varias manchas aparentan dominar por su profundo contraste, allí se sumergen, en la infinidad, mundos giratorios. Y a partir de un eje dominado por una mancha original del linóleo, se puede medir, en complicadas escalas elípticas, revoluciones disparadas en perfecta armonía, y otras que se añadieron en un gran boom.
Yo estaba apurado. Aeropuerto. España. La taza me la habían traído de Arizona y tenía un cactus pintado. Cayó. Se estrelló. Un dios distraído. No pude limpiar. Dos meses después, durante mi ausencia, se materializó la constelación. Juro que sucedió así. Boom.
Ese fue el año de La Salamandra. Yo andaba con la lengua adolorida. El alma a rastros. Y me costó muchísimo recuperarme de aquel viaje. Y de La Salamandra. Por lo menos, cuando entré al apartamento, allí estaba ya, debajo de la penumbra, un orden establecido. Ese olor a rancio sobre el ajedrez de las cosas. La sugerencia de unas manchas que se conectaban en orbitas invisibles. Una cuestión exacta que tanto le hacía falta al montón de libros incoherentes y desordenados. A ese tránsito. A este espacio. Y a mí.
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