28 de marzo y 2011
Marzo es el mes más cruel. Sin dudas. Mis tendencias carpófagas. Mis abstinencias. Tremores y fascículos en decadencia. Una punzada (acullá) desde febrero, aguda y bien puesta en sitios que se me olvidan. Esa creciente ecmnesia. Y desde luego, el ronroneo de todo un invierno que se ha diluido en mi cabeza. El tinnitus se sigue abreviando en ondas hertzianas. Nada dicen. Además, la ausencia de las ratas ha coincidido con el solsticio. Parecen haberse extraviado en la mazmorra de este edificio. Y yo. Yo he quedado con el oído prendido de los silencios.
De repente, me duele todo. (Allí el fregadero. El imparable escape de la ducha). Un dolor que de físico pasa a ser una gotera. Al invisible estallar sobre las superficies. A pequeñas ondas que se depositan en diminutos cambios. En el tierno tallo de la incertidumbre. En los momentos de gestas. En los momentos acrílicos. Un dolor simple. Pero, incomprensible, altivo, ante los cerezos que se llenan, maldispuestos a este viento, de las más bellas flores. Y allí (también, tampoco) nada.
Salgo, como primicia, a caminar. Como una puérpera que se asoma a la ventana. La salinidad del aire me contiene las viseras. Me anima los cóndilos. Vuelvo, detenido en una rueda, a soñar con mis pequeñas cosas. Tengo tantas ganas de entregarme.
Ahora, las alteraciones. Las moléculas. Las fumarolas, sobre estos tristes edificios, me envuelven con sus raciones aromáticas. Apariciones. Las grasas ya diluidas. La anatomía perdida de la muerte suspendida en el deseo. Una serie de garabatos azules se enredan entre los tendidos eléctricos. Rumbo a la Avenida Bergenline, mi ataraxia acrecienta a unos pasos de El Pollo Supremo.
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