18 de marzo y 2011
De un torbellino de accesorios enterrados en la cartera, sacó un creyón de labios. Lo enredó en la punta de la lengua, y en tres pinceladas expertas, se repintó de rojo candente los labios. Gruesos. No sé si esto es una buena manera de presentarla. No lo puedo negar. Fue así como se me apareció una tarde de un verano en El Café La Bruma. Lugar abarrotado. Yo tenía en frente un poemario de Gottfried Benn. Se sentó sin pedir permiso. ¿Y, cómo te llamas? Pestañeó tres veces e inclinó la cara a la derecha como hacen las salamandras.
A veces, la gente se entiende con los gatos, los perros, los caballos, hasta con los peces. Yo con La Salamandra. A penas se sentó, supe que aquel momento tendría profundas consecuencias. Dijo Gottfried y cuando arrastró la efe con la erre la lengua se le disparó como un resorte. Espero que no te moleste. Un tipo que lee a Gotffried (otra vez la lengua se dispara como un látigo hasta casi tocar la carátula) Benn no se asusta tan fácil. Después, no pude dejar de escucharla, de mirarle los labios. Gruesos. El chasquido de su lengua sobre las fricativas. Y frente a mí, su piel. Amarilla y negra. Las finísimas manos que articulaban, defendían, el desencanto. Aquello era presenciar, resbalar, en el infinible caparazón de la tristeza.
Y también es cierto que las mesas jamás volvieron a ser iguales. Las patas. Las cuatro patas. El suspenso entre los dos por debajo del espacio. Y la caricia como el desencanto. Los pies en un estado de presunta agonía. Y entre los dos (La Salamandra y Yo) un código de fuerzas. Una serie de inutilidades que se permearon y se sellaron para lo erótico. Y la constante desilusión. Como una melcocha azucarada. Y su cola. La cola que se aferraba y me estrangulaba una pierna cuando se enternecía, cuando la invadía la nostalgia y las lágrimas la ahogaban. Dulce. Dulcemente. Porque anillarse en mis piernas para ella era la máxima expresión de su ternura. Siempre me quiso engullir.
Lo que sube por la rama seca de la magnolia es una ardilla. Ya, a punto de explotar los pimpollos, se asoma el violeta, y el blanco empuja con todas sus posibilidades. La cola de la ardilla equilibra la viveza de una delicadeza impredecible. Me recuerda una caricia prohibida. Después, la ardilla salta, y se abraca a otra rama. Y la rama tiembla. No sé si es la ardilla o la magnolia que me hace sentir indefenso, pero hace tres días que pienso en La Salamandra.
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