19 de marzo y 2011
La coraza se arma con un azul agonizante sobre la línea forzada de la ciudad. Es una costa de dientes de perro que ha logrado trasplantarse el brillo, las diamantinas, el exceso que deja el día. Por debajo el río, El Hudson, se pone la mansa piscina del espejo. La gravedad con sus sustancias pasajeras. El trazo de las corrientes como si, sobre él, hubiese un pájaro prehistórico agitando las aguas. Y en realidad, aquí lo que hay es una calma ante el bullicio. Una cara preciosa con acné.
Con el arrastre de una cerveza perfecta se asoma. Es un ruedo. A Borges, con un traje de luces, se le pueden ver los cojones definidos. Una inflamación ciega y despaciosa. Borges gira sobre su bastón y pasa el toro. Y cuando vuelve a envestir, un capotazo. A ciegas. El toro ha dejado un vacío por el aire y se han movido estos árboles desnudos.
O puede ser otro lado. Un telón. Una hilandera que consume con su aguja el espacio. Y rota con los amarillos cuidadosamente un huevo. Y así, lo empolla. Le da su posibilidad como quien sueña suspender el vuelo. O. Y. darle un ligero golpe para que rote la hebra en su bobina.
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