Januquia |
Las luces. El esqueje en la cera pegada en el
januquiá. Oscuras mantas de tono sajón,
lana virgen, el atado del lazo con sus olores a manzana y canela, avellanas conversan
entre dientes y turrones alicantes, rastrillan al lado de una sola nuez que
aborda en su mapa un mundo (perdido), el hueco de una posible embarcación del
que conversaremos luego, el día que abordamos, el día que pisamos, a cierta
hora tierra firme sin saber quiénes éramos todavía. Yuca va y el mojo atiende, repentino,
una mancha verde, madre dice, habla de óxidos en la penetrante paciencia del
olivo sobre todo lo que es hijo de raíz, parentescos de genealógicas espadas
que fueran ajuar de algún monarca loco, como padre apunta, en los jardines de
un alcázar al que nunca volveremos. O. Y. Aquel barbudo del desierto, Baldor, zurrón
de garbanzos y sales, Sahara, como
abundancia, oferta ante las luces en la pizarra de los niños, nuestro íntimo tío.
Y de un patio, desde donde llegan los aromas del cordero, el sacrificio. La voz,
quebranto, y la sien en arabesco se inclinan. Madre borda sus amapolas, y así
lo vuelve a repetir una y otra vez, permanentes blancos en lino. Y sin pensarlo,
levantamos todos en una copa, oropel, el cuerpo de nuestros cuerpos con la rara
gracia de los agradecidos, quienes al pisar tierra extraña se inventan el
pasado.
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