lunes, 15 de diciembre de 2014

El deseoso (Janukáh)


Januquia

Las luces. El esqueje en la cera pegada en el januquiá. Oscuras mantas de tono sajón, lana virgen, el atado del lazo con sus olores a manzana y canela, avellanas conversan entre dientes y turrones alicantes, rastrillan al lado de una sola nuez que aborda en su mapa un mundo (perdido), el hueco de una posible embarcación del que conversaremos luego, el día que abordamos, el día que pisamos, a cierta hora tierra firme sin saber quiénes éramos todavía. Yuca va y el mojo atiende, repentino, una mancha verde, madre dice, habla de óxidos en la penetrante paciencia del olivo sobre todo lo que es hijo de raíz, parentescos de genealógicas espadas que fueran ajuar de algún monarca loco, como padre apunta, en los jardines de un alcázar al que nunca volveremos. O. Y. Aquel barbudo del desierto, Baldor, zurrón de garbanzos  y sales, Sahara, como abundancia, oferta ante las luces en la pizarra de los niños, nuestro íntimo tío. Y de un patio, desde donde llegan los aromas del cordero, el sacrificio. La voz, quebranto, y la sien en arabesco se inclinan. Madre borda sus amapolas, y así lo vuelve a repetir una y otra vez, permanentes blancos en lino. Y sin pensarlo, levantamos todos en una copa, oropel, el cuerpo de nuestros cuerpos con la rara gracia de los agradecidos, quienes al pisar tierra extraña se inventan el pasado.  

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