Sé que llegarán
las moras. La boca será agua, tenor en su dulzura. Y mis nombramientos. Vuelta
sobre sí la aldaba, (a esta hora), la friolenta ardilla. Trepada. Mordisqueos,
arrugas, deslices, igual a las nueces que ponía madre sobre la mesa, machacones
y martillazos. Enrosca en la viveza, estéticas, el invierno el ángulo del sol. Y se
abre. Capa de bufón. Espectáculo reservado. Y en su acto, el tronco jamás
procura aunque en su siesta parezca que acaba de almorzarse todo, todas las
hojas, el cobre y el amarillo, la era del ámbar. Por lo demás, algo no sabe esperar.
No tiene la ceguera de los brotes. Según bastonean las ramas, unas y otras, se
anota, rebote, el tono inquisidor de un instrumento que nunca será de ningún
verde. También el azúcar en su limosneo se prende en infinitésimos cristales.
Y sin explicar, contra indica, crece, a un lado, inmovible y estancada, piel de la fijación. Las moras.
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