La flema.
Votarlo todo. Las maicenas del 10 y el 13. Las sardinas peruanas de salsa de antaño
tomate desaparecido en la tos de una fábrica a las afueras de Chimbote. Las
acetonas irlandesas al lado de los algodones encogidos y amarillos del botiquín.
Y si busco más, aparecen gelatinas de cerezas debajo de ocho bolsas de fainá, fideos
de Taiwán y el retozo del plástico, casi hablando esa lengua de la facilidad,
el humo de aguas sin navegar entre dos latas, una de espárragos y otra de
remolacha, cuando alguna vez me dio el signo vegetal por estirar no sé cuál
intestino para su bien y el mío. Erase cuando aquellas cosas tenían su vigencia
y yo les creía. Me acercaba como los demás a sus inercias e invitaciones. Me
deleitaba no saber. Intentar poco. Resolver nada. Y, a pesar que siempre supe
lo poco que durarían, fui atesorando algunos de esos brillos, los fui metiendo
en escaparates, días que se cambian, sin querer, por otras cosas. Y por ahí. Los
vacuos fondos de las latas. La tos encimada con el devenir y la sustitución en
ese acuoso pulmón. Ya. Ese ruido aparece, sin consuelo, entre calendarios inútiles.
Y lo que temo, imposible de doblegar cuando desecho, es lo que deseo, por más
ausencia que admita entre los objetos y sus fechas redondas de quizás. Y
también -y por qué no- uno tiene derecho a olvidarse de esas mierdas.
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