13 de diciembre y 2010
Por la ventana del cuarto del hospital, donde está mi padre, puedo ver un campo de beisbol. A la izquierda del campo hay una iglesia. Detrás de la iglesia, hay un soto atravesado por una carretera que se pierde detrás de un edificio que parece un hotel. El cielo está azul. Frío. Domina el marrón. Diciembre es marrón.
Mi padre se está convirtiendo en un hombre de nieve. Se ve redondo, pálido. No ha perdido su humor. Sin sus dientes postizos se le entiende poco. Se le hunden los labios. Uno responde por él. Los doctores y las enfermeras lo tratan como una bola de nieve. Le explican las cosas en oraciones con verbos sencillos. Todos le hacemos eco, pero le decimos la verdad. Lo sientan en la cama. Se ve hinchado, frágil. Me recuerda a un pequeño buda de cerámica. Sin los espejuelos tiene la mirada vaga, se limita a mirar frente a él.
Por el jardín central han aterrizado trece gansos canadienses. Comer y cagar. Cagar y comer. Poco a poco, van moviendo, frenéticos, su pescuezos en un picotear incesante hacia segunda base.
No me imagino a mi padre vestido de jugador de beisbol. Mami se burlaba de él porque era torpe. No puede coger un jabón ni aunque se lo des en la mano.
Cuándo fue que lo vi desnudo bañándose, envuelto en espumas. Se veía tan blanco. Hace tanto tiempo de eso.
Tengo que haber contado mal. Hay doce y no trece. Una vez maté un ganso canadiense en Stoke Forest. No supe desangrarlo y me supo a carne de res. Cómo llovió aquel día. Tuve que enterrar todo aquel plumaje.
Delante le han puesto un plato de algo. Parece un muslo de pollo con otros palpitares.
Mi padre inclina el rostro y da gracias por aquello. Le quiero decir que cuando perdiz, perdiz. Pero, no me va entender y no le digo nada. Le da también las gracias a la enfermera. Ella se da la vuelta sonriente y se va. La sigo con la mirada. Sigo el blúmer negro que se le marca debajo de los pantalones blancos.
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