16 de diciembre y 2010
Unos gansos en un campo de beisbol me han dejado lleno de aire. Me regresaron en el sueño. En el eterno retorno. El arrastre de la corriente. El coleteo. El esfuerzo que cuagula las ceras. La pura casualidad. Las asociaciones. Etcétera y en un revuelto de setas que me terminó el sueño.
Quiero ponerle el dedo a mi caída anoche. Descendí a cien metros de la casa de mi abuela. Qué tiene ese número que no tiene el trece o el cuarenta y cuatro. Por el agujero de un platanal caí como las plumas de Tarkovski. Oscar, Oscar. Algo me arrastró por los cielos. Levedad de un Enoc extraviado. La fuerza la tenía en el pecho. Y pensar era lo posible. Con pensar se podía todo. Hasta volar donde quería ir era posible.
Así y todo, terminé en un platanal. Por qué no al lado del jazmín y el limonero. Por qué no en el cascajal. En el río. Yo hubiera aceptado caer en el río. Hubiera aceptado arroz y camarones a la orilla del río. Las mujeres batiendo la ropa contra las piedras. El eco del chapoteo de la gente. Tal como siempre me lo he imaginado. Lo hubiera aceptado.
Por qué coño ese platanal escogió mi sueño.
En la parada del autobús se aparecen las palomas. Se han infectado tanto de nosotros. Y sin embargo, manejan otra cartografía. Regresan con la persistencia orientada de las olas. Empuja la rosa de los aires. Caen donde tienen que estar. Pocas veces se equivocan. Descienden sobre cosas invisibles. Cabecean. Siempre están dentro de un sí sí sí sí. Leen el mapa, se orientan, y se van.
He querido regresar al sueño. Volver a ponerme la almohada en los oídos sería una mierda. Nada. Las palomas me han jodido la cosa.
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