jueves, 25 de agosto de 2011

Emilio y Angelines (1961-1965) y Antonio López García


25 de agosto y 2011
Yo iba a comenzar por el lado de la incertidumbre. Una pregunta coja en el meollo. O sea, parte de una construcción o el levantamiento de un paisaje que ya estaba delante de mí. ¿Pintar o dibujar así (Antonio) es un tipo de ceguera? Después tenía preparada otra línea. Un poco más larga y menos atrevida. Meter la retina en hielo seco y arrancar el grafo de la magia del espejo. O. Y. Duplicar a Alicia sumando 2 + 2 en el acierto matemático que aparece en la vitrina LCD de una calculadora solar. Ahí.

Fueron los ojos de Angelines lo que me detuvo. Creí haber visto a alguien. A ella, quizá, en algún sitio. Hace años. Agarrada a su cartera. Pudorosa. Media hora antes, ante el espejo, dando el último toque al cabello. Sin olvidar sostener la línea negra de las pestañas. Hasta allá. Donde logra una sutil y bellísima curva. Después, la capa. Después. Toda una vida.

Y no pude irme. En una ciudad que se levanta. Que avanza. En la perenne modificación de los espacios: la mirada. “Angelines ha quedado sembrada en el solar”. Me abracó la parálisis que avanza con el tiempo. El desgajo de las cosas que penetran en el ser sin dejar el más mínimo rastro. Me invadió ese silencio con que pasan las fotos metidas años tras años en las gavetas. Lo que fue. La retina perdida. Ese congelador infernal. Lo quise pensar así. A tientas. Ante los ojos luminosos de Angelines. 

Lo otro. En diagonal. Pero que se dirige hacia el que observa. El eje. El concierto tras el ensamblaje es un tiempo-eco. Y sobre todo en el borrador. Como si Emilio todavía estuviera. Un subjuntivo. No un olvido (olvidémonos de ese blanco que le resta) y que, como Zurbarán, no implica sino el deseo. Lo que se quiso conjugar alguna vez en el tiempo. Es más, hay tal fragilidad en todo ello. Hay tal (casi) morbosidad ante su parca verdad. Me enfrenté (temblando) a las tachuelas que sujetan la imagen de lo probable. No me quedó más que volver a la figura de Angelines y buscarle los ojos evasivos. Y por un instante decisivo, desear con intensidad que se atreviera. Si nos atreviéramos los dos. Le preguntaría donde arrancó la hierba. Que cuál era el proyecto de aquel día. O. Y. Qué se escondía dentro de su cartera. O. La volvería a tomar de la mano.