jueves, 30 de abril de 2015

El deseoso (Doppelgänger)


How they met themselves (1864) Dante Gabriel Rossetti

Primero deseé el movimiento en peso del autobús. Y, poco a poco, la voz de una mujer que iba diciendo. Metálica y quejosa. Fue penetrando la historia entre los asientos. Otra, más joven, escuchaba a su lado. Casi susurraba y me incliné detrás de ambas. Quise seguir el hilo de la vida expiándose, allí adentro, en la pista que linda hasta el ángulo donde el Turnpike de Nueva Jersey corre como un perro que te corta la distancia. De algún hijo una queja. Pues iría a dónde quiere. Pero ni caso. Y de compras la blusa. En un baratillo a la vuelta de los chinos dijo cuándo la otra Ajá asintió que también ella sabía dónde. Y hubo un rápido silencio al cruzar de carril el autobús. Un ligero aceleramiento acogedor por inadvertida inercia. Y a la carga dijo Y tú. La otra no quiso compartir. Sin darle tregua verificó otro dictamen- quería decir que él la había dejado porque su madre intervenía, se metía, la acosaba, y él no, aquello ignoraba, pero tan bajito que creí Dice que lo amaba. Y el ir de las cosas se hizo tan cierto. Doblamos hacia Challenger Road, en Ridgefield Park, donde las oficinas de Samsung tienen ventanas en las cuales cielo y nubes se desdoblan frente a una parada.  

miércoles, 29 de abril de 2015

El deseoso (Sismos)


Anoche, tensado, volví sobre el cuerpo. Su soga argumentadora tejida densa. Palpé la gruta de su ano. Jarcios ceros sumaron los movimientos en el gris donde quisiera poner todo a descansar. La gracia de un cuello fundido en el nitrato de plata y en el instante del flas cegador. A dichos vericuetos transmudé las tripas, repletas, frescas, como dulce en las axilas trémulas. Algo allí, obsceno y delicado, partió a Nepal para acurrucar la tierra y hacerla temblar de placer. 

jueves, 23 de abril de 2015

El deseoso (Hijo mayor)


Frau Wolleh mit Kindern (1968) Gerhard Richter
Yo no hacía más que darle vueltas. Era, total, La Casa. Era flor de piso. Los mosaicos fríos. Era el café. Nos sublevaba por lo que éramos, la baba de lo interno. Hijos de Aaron Vivíamos en un borde sin forma. Dentro de una excusa sin salida. Me decía en los días de peor hambre Si me peleas te voy a romper la sicritilla Te vas a dormir Te vas a comer las amapolas del patio. Y entonces. Asomaba en las amapolas el desguinde de las granadas. Se ponía con un cordel a pescarlas igual que si fueran mariposas acuáticas. Verás, decía en voz alta, las tiñosas jaloneando las tripas de un pollo. Olerás el hedor en la letrina. Y nos contaba un cuento Tu culito está contento. Se levantaba sobre la higuereta, dios, tan vidente y papalote, que las cosas terminaban confundiéndose con un programa en la radio. Las voces. Los temas de Pacho Alonso. El ciclón del 27. Y cuando invadía el día de pan fresco, imaginábamos el huevo frito, el agua de azúcar tintineando. El regocijo era tal que arrastraba medio mundo, toda síncope, hasta la orilla de la mesa y la punta de su nariz sudada. Le salía como un chisguete (zinc) de bordado placer el movimiento. Aparecían luego desenvainados los temores, nosotros, diminutos. Volaban las moscas, culpables y no, no lejos de su mirada. De cuerpo entero. Allí parada. Comíamos enmudecidos. Y la miraba. No. No dejaba nunca de mirarla. 

miércoles, 22 de abril de 2015

Fragmentos sobre Eduardo Galeano


Eduardo Galeano
 1
Nunca me interesó conversar de Eduardo Galeano. Lo leí de joven con las venas abiertas de aquellos días donde me desplazaba entre algunas inocencias que todavía me fluían de mis lecturas bíblicas. Aquel entusiasmo, como todo catecismo, duró poco. Me perdí en otra lectura. Me atasqué y me dinamitó la poesía. Y Galeano se desvaneció, por suerte, en aquel cemento que pesa y sella un momento.

2
Lo vi cruzar por la Plaza Matriz rumbo al Café Brasilero 1877 con un portafolio en la mano derecha. Llovía. Hacía frío y viento. Exhibía la calva. Cuando le pasé por al lado tenía el abrigo abierto y le colgaba la bufanda. La testarudez de los uruguayos contra el viento del río es harta y conocida.

3
Una vez, mientras navegaba en los canales de la televisión, lo vi dando un tour a un imaginario documentador en Buenos Aires. Pensé “Galeano se ve afectado por una largo historial de conversaciones y manerismos de mesa.” Sopesé por un instante las lecturas que lo habían desplazado. Gombrowicz. Luego, la lista se fue ampliando. Galeano se sentó en una mesa de un café. Yo me levanté. Y contrariado fui a la biblioteca del cuarto. “El Diario Argentino” y “Bacacay” no estaban en su lugar.  

4
Ayer, cuando Isabel me llamó para darme la noticia que Galeano había muerto, estaba esperando el 167 y pensé, cuando vibró el móvil contra el muslo, que algo grave le había ocurrido o que, como a menudo me sucede, se me había olvidado el llavero. “Mirá, vo” le dije. Sumé “Creo que 70 y pico”. Añadió a Gunter Grass a la lista. Calculé “80 y pico”.

 5
Cuando lo del mundial del 2010. Me agarró la sorpresa. Yo estaba sentado frente a una caña en un bar de Logroño. Cuando parecía que el equipo uruguayo de futbol iba a pasar el balón 4 veces sin pifiar, apareció Galeano en el continente africano montado en una carroza. Allí fotos. Allí rodaje. Allí la figura severa del cronista. En aquel carnaval de entusiasmo no entendí qué Eduardo representaba en esa murga. O. Y. Qué coño hacía yo mirando aquello.

6
El auto pasó por una calle. En esa casa vive Eduardo Galeano. El conductor no se animó en dar más detalles. No supe cuál casa. Había varias casas. Como las casas que hay en Montevideo en una calle cualquiera. El conductor no sacó las manos del volante. El tipo conducía mal. Y se le notaba un alto nivel de inseguridad cuando tenía que cambiar de línea o doblar a la derecha. Miró por el retrovisor como queriendo decir algo. Quizá, a su mejor juicio, no pudiendo hacer dos cosas a la vez, optó por guardar silencio.

7
Muchos años después. Íbamos rumbo a una pequeña biblioteca con el nombre de Felisberto Hernández cuando el conductor, un señor de barba profunda y buen hablador, me preguntó si conocía a Eduardo Galeano. Él se encargaba del encuentro. Guardé silencio. El complejo de Euskal Erría me recordó las prefabricaciones del bloque soviético. Dicho complejo alberga en sus entrañas, y en uno de sus edificios, la pequeña biblioteca. En ese lugar sombrío, y de cuyo gris prefiero no acordarme, hay fotos y caricaturas del escritor y del músico, libros amontonados, un enjambre desorganizado de nostalgia empapelada. En frente, hay un quiosco. Y se pueden ver, desde la vidriera de la biblioteca, a los niños jugar como en un túnel. Y. O. A los mayores comprar la quiniela vespertina.

8
Cuando entró, dobló sin mirar a la izquierda. Ya yo estaba parapetado contra la pared donde cuelga su foto. En dicha foto se le ve ensimismado mirando hacia al exterior desde el mismo asiento donde yo estaba sentado. Dio la vuelta ante su error. Se sentó, sin sacarse el abrigo, en unas de las mesas contra la pared, al lado de la estufa. Agarró un diario que estaba en la mesa. Lo abrió. Y cuando llegó a la segunda página me miró por encima.  “Le agarró el sitio al maestro. ¿Desea algo más?” El mozo giró disimuladamente la cabeza. Creo que se disculpaba con Galeano.  “¿Al canoso?” Volví a pedir otro Napoleón del país y Salus con gas.  Le quité la vitola a un Romeo y Julieta. Entreabrí la ventana y regresé a “Los anillos de Saturno” de W. H. Sebald.  

9

Nunca me interesó conversar con Eduardo Galeano. Una tarde entré en el Café Brasilero 1877 después de un asado en el Mercado del Puerto. Y allí estaba sentado Galeano, en la mesa de la estufa, al lado de una mujer joven. Y también había un hombre sentado a su derecha. Era igual a Bryce Echenique o Alfredo Bryce Echenique. Al verme, Echenique, entusiasmado y contrariado, casi se levanta de su asiento. “¿Nos conocemos, verdad?” No estoy seguro que nos hizo reaccionar a ambos.  “Sí. Se parece Ud. a alguien. Pero hace tiempo le he olvidado.” Seguí, sin más, hasta una de las mesas del fondo. De espaldas a los tres pedí un cortado, un Napoleón del país y Salus con gas. 

martes, 21 de abril de 2015

El deseoso (Bioquímica versus el pinol)




No me restó entrar en la pesadilla que envuelve la idea de la conciencia, su vitalidad, y espesura. O. Y. Cuando empieza a debilitarse ante su propia desaparición también la levedad. O. Ante mi madre. En quien, tal sinapsis, lo inadecuado le proporciona una vida tangente y, con su desvalorización, el tiempo que desaparece con ella. La cuestión de ingerir y la capacidad del excretar. Y otros boleros al dejar de discrepar en ella serán otra apariencia de un Wilfredo Mendi. Ante ello, le leí en voz alta lo que hubiera escrito. Lo que hubiera dicho y no del todo la circunspección de una lectura. Y le dije, amasando, “Al azar: dos, tres piñazos, sin peso. Una cuántica para el desalojo. Puesto que en aquellas otras alteraciones aparece su manifestación cuando ‘la duda senos da en su íntima fe calidad’. Arrimábamos el veneno y apareció el antídoto antes de la intención. Los cuatro trastos que éramos sacaron al aire sus dos corta circuitos y nos entendió dios por fin. Tratado para concordancias aloja a los déuteros y a nosotros, niños del vacío. Quién hubiera hablado de la centralización de la predicción en el desierto de Canaán. Y. O. Cuál de los personajes del ambidiestro Jardín del Edén comenzaría con un presente recordado. Y todo por si, por si Adán y Eva, por si la red de ganglios basales, y el toto universal reconectaran con el hipocampo de las estrellas. Algo allí de banal táctica. Uno recoge, a pesar que la ascidia ya lo había predicho, las semillas. Y (aquí logré sacarle una sonrisa) cada hombre a su pinol.”