viernes, 30 de diciembre de 2011

Brindis




30 de diciembre y el 2011 

Acusa. La noche se restriega. Parece limpiarse el ano con los polvos que han dejado en los andenes. Un mínimo agujero tipo perro dejado al albur y que ahora se la busca. Es o será el reverso de la noche. Las burbujas flotan. Todos levantan las copas y se declara que la felicidad tiene que ser de todos, y se le extiende a cada uno de los presentes sin distinción ni reparo.

Se inclina sobre un Martini (colado). La puta que lo pario es un estado que se lo guarda para quien se lo merezca de aquí hasta el resto de la noche. Y lo sella con el primer sorbo que baja y se disuelve en una planicie perdida del páncreas. Le levanta una silueta casi sin el búcaro que tiene delante. Y. O. Su histeria se distingue porque tiene unas olivas clavadas en B menor, de espectacular hemorragia. Y ahí para. Nota ante el espejo la luz repartida en un óvalo parecido a lo que deseaba en una monja.

Ha extenuado la noche tratando de decírselo. De ponerle la capa. De extraer la esencia antes de. De. Una capa de oro y de plata, dengue. Y la talla de un hacha que se mida de hoja a hoja y se balancee antes de entregarla a la mordida del primer golpe. Parece algo así. Y sabe que no es necesario que sea así. La levanta sobre la cabeza y la deja caer. Una y otra vez. Sin que nada pase. Dengue.

No es de repente que se le haya ocurrido que hay un wikimundo que tiene todo el tiempo disponible. Se ha mirado (el Eterna-matic las uñas las venas donde ha puesto la mano) y no intenta rescatar esa luz sobre los hechos. Piel prehistórica. {a} intervalo degenerado. No se resiste. Levanta el Martini para darle un orden a las cosas al pasar. Es un simple brindis por estos días. Ni irritado ni fecundo: sabe lo que le espera. 

miércoles, 28 de diciembre de 2011

J. S. Bach (La lluvia)



28 de diciembre y el 2011


El rumiar le ha llegado en el clavicordio y ahora se entumece la mano en lo que mira por la ventana. La haya del granero se mueve bajo las circunstancias del aguacero que empezó anoche y no ha dejado de insistir. Un basso continuo. Un cello baja desde su gravedad y se extiende en las almohadas y la yerba, ya no en el sonido que se imagina de la lluvia, sino en el olor que la humedad ha levantado y se disgrega homófono. Y sin embargo, trepa una condición del rumor de otras cosas conectadas con las aguas. El viento de los interiores. Y exteriores. Esos roces inevitables. Ya el estremecimiento de las hojas cuando saltan las gotas al abismo. Ya el canal del techo que teje el agua en trompetas agudas. Atento si rivalidades si contradicciones si ecos si carcajadas descienden o ya han sido parte de ese momento. Si la mañana avanza desde su ventana en espera de algo que él toque en lo más íntimo de lo remoto. De aquello lo escondido. ¿Qué significa todo eso. Qué ponerle a las cosas para que exalten qué. Qué se transforma con la voz. Cuándo poner las manos sobre las teclas e irrumpir en el laberinto de las cifras?

No ve al serafín (asombrado) inclinarse cerca de su oído. En cuclillas espera que vuelva su mirada al granero y rasgue en el papel. Es curioso el signo del sonido y los lazos de luz. El rizado de los movimientos. La angustia del ámbar. Lo que previo se exponía para luego esconderse. Los timbres ovónicos de esas voces que se le han (cuajado) hacia lo irreconocible. Él se dice así mismo En ese pacer donde nada importa.

Aquí el conjunto [haya granero lluvia ventana rumor etcétera], y no importa el orden ni el valor, se cauteriza en la soledad del cello. Lo repasa como un cuchillo sobre carne recién sacrificada. Y no sabe cómo acabar ese momento. Si entrar en el aposento del éctasis o quedarse con su eco. Afuera arrecia la lluvia. Y él ha tomado su decisión. Prefiere escuchar aquel arreglo: una y otra gota caer sobre el mundo. Junto a él, el serafín ha preferido también escuchar y esperar. 

martes, 27 de diciembre de 2011

Marranas 34


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Es una de esas cifras de los canjes. Una de esas tensiones perpetuadas por la esperanza. Ella tiene en sus cuentas una caja de números reparados por las mejores manos del mundo. Y cuando uno se acerca. Bien cerca. Los poros son cráteres grasosos.

La sensación de una modernidad nos pasa por ese túnel hasta el otro lado cuando las cuentas cuadran y el corazón no se entrega porque no flota. Ni siquiera plomos. Una red de profundidades. La blancura de los inodoros.

La indiferencia. Su tumulto. Una sección en el departamento donde se reparte la fe con la mano en el interruptor de la luz. No hay milagros. Creo que mis intestinos giran. Meto en el buñuelo toda esa resistencia de los movimientos antes de cagarme de risa.

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El reconocimiento. La recompensa. Los accidentes. Un océano efectivamente en peligro de succionar su propio desastre. Una de esas cosas que está por pasar y nadie es capaz de salir de ella. 

viernes, 23 de diciembre de 2011

La boina roja

23 de diciembre y el 2011
Hoy me he puesto, por primera vez, la boina roja que mi hermano me regaló para el día de mi cumpleaños. Tupida. Elósegui desde 1858. Impermeabilizada. Talla 58. La compró en la esquina frente al cabildo de Pamplona. Habíamos llegado de Logroño en autobús casi al mediodía, y después de dudar quedarnos en el hotel La Perla, giramos y se pagó lo que había que pagar, y nos alojamos en una lujosa e inolvidable habitación. Dicha habitación nada recordaba aquellos tiempos de Sanfermines cuando Hemingway allí se alojaba con su banda de seguidores, y algunos amigos que de verdad disfrutaban de las fiestas. Y cómo no pensar en Lady Brett Ashley en el lobby o al abrir las puertas que dan a la Plaza del Castillo con su airoso espacio. Hoy, recién plantados plátanos, que reemplazan a unos plagados, adornan los cuatro vientos y proponen lo que será sombra algún día.
Tal vez fue en el Café Iruña, a unos pasos, donde a mi hermano se le ocurrió comprarme la boina. Entramos justo cuando el gentío de la comida aborda al sitio y los mozos retoman otra velocidad. Otra efectividad en sus actividades. Y las voces comienzan a levantar volumen y los utensilios rechinan por doquier. Nos sentamos hacia el fondo. Desde nuestra mesa se podía apreciar todo el espacio embelesador del Iruña. Sus columnas, sólidas patas de una araña cuadrada, embarcan a los clientes como si esperaran en una estación de tren. A mi hermano, le atrajo aquella nostalgia de otro siglo, alojada allí en su totalidad, a pesar de los múltiples detalles, en medio de un café. Se fijó en los mosaicos blancos y oscuros. Ese abarrotamiento de sillas de patas curvas, banquetas altas, mármol gastado. Un remolino de lamparones y cristales que multiplican a las botellas. La luz que se filtra con respeto y salta de esas cosas como un olor distante. Esa misma luz que compartiera Unamuno, conocedor de boinas. Cuando el mozo nos presentó los platos, nada importaba. El murmullo de la gente sentenciaba el último trago de un tinto. Luego el café. Esa aparición del aroma corrió las cortinas e hizo que el Iruña nos transportara  y nos purgara.
 Afuera. Las calles nos estrecharon la tarde. Poca gente a las 3. Vagamos entre las calles adoquinadas y esos balcones mirones que se prenden de las paredes. Pasamos frente a puertas entreabiertas por donde se colaba el frescor de los patios y traspatios. Le señalé a mi hermano la tienda donde una vez compré con Isabel una cuchilla suiza. Puede ser que haya conectado el color de la cuchilla roja con la boina. Es posible que hasta ese momento la boina pudiera haber sido tradicionalmente negra y la cuchilla le hubiera cementado el rojo. Y que aquel rojo nada tenía que ver con los carlistas. Sacamos algunas fotos.
Terminamos frente a la plaza de toros. Le mostré  el banco donde una vez me quedé dormido y me robaron una mochila. El ángulo de la entrada a la plaza que parece un vado y por donde entran los toros desaforados y envueltos en una masa humana en los ochos encierros de San Fermín. Le expliqué que el ladrón se podía haber refugiado detrás de esa pared y seguro había arrojado la mochila allí. La realidad es que no recordaba bien los hechos y cómo los percibí aquel día. No sé qué se me había desdibujado exactamente. Después, frente al hotel, nos despedimos. Yo necesitaba una siesta. El iba a darle tiempo a la tienda Elósegui a que abriera, no podía irse de Pamplona sin comprar unas boinas.  

jueves, 22 de diciembre de 2011

Lámpara maravillosa (Wendy)


 
22 de diciembre y el 2011
Ambrosias. Me imaginaba néctares. Los pistilos que chupaba en el patio de La Casa. Las amapolas encapuchadas en una guerra de rojos y verdes contra aquella muralla. Y no sé por qué al lado de esos sabores (casi nefríticos) aparece una aguja. El accidente de la piel penetrada. Un cacho de sol resecando a una tabla en el patio. A ello vuelvo. Como si un mareo azul tuviera que sujetarme por las axilas. Y la higuereta. Y.O. Debajo de su sombra con las entrañas hinchadas. Un mundillo de secretos (desiertos, mapas, Guillermo Tell, Aladino, el algebra de Baldor) girando mientras la radio transmite aventuras de corsarios y piratas. Y se me eriza toda la piel hacia las once de la mañana.
Ya para entonces, le he quitado a Peter Pan su novia (Wendy). Se la he robado por el conducto de la voz en las ondas radiales. Wendy y yo. Nos hemos encerrado en la letrina. Ella conversa con Peter. Pero. Ya es mía. Ella habla con su héroe. Pero. Ya le bajo el blúmer. Huelo su piel amarillenta. La rozo con el dolor de un golondrino. La froto. La froto, como a una lámpara maravillosa, hasta que sus bucles rubios caen sobre sus hombros (y).  (Y) allí (los dos escondidos) en medio de la penumbra somos un solo rostro desconsolado. Antes que el horror proponga. Antes que mi madre venga a tocar a la puerta y un rayo de luz se filtre entre las tablas y, a la altura de los brazos, la cercene en dos. Y ambas desaparezcan.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Desde William Blake hasta el recorte de mis uñas


21 de diciembre y el 2011


Desde William Blake hasta el recorte de mis uñas. Hasta el lunar estirado que se duplica. Hasta la verruga espantosa, nariz abajo, en picada y escorzo. Arrasco despacio. En lo que pienso en ti. En la vuelta roja de la tira de tu lengua. Y los pelos rebeldes de tus aureolas. Las ceras derretidas del secreto que se calienta en el canal del oído. Donde duele si pinchas. Pienso. La dureza de esas aceitunas que traspasas con palillos. El esmalte con su artificialidad dulce entre mis dientes dejando un trazo a la orilla de los vasos. Cuando alcanzas una gomilla para alzarte el pelo antes de caer en la profundidad de la almohada. Pienso. Justo el índice frotando el dolor de la verruga.  Qué herida (esa) tu mirada (dura). Qué tal si me esfumaras para no volver. ¿Moriría por repetirme como aquel tigre de espantosa simetría?  

domingo, 18 de diciembre de 2011

Amanda Berenguer [una curva del cuerpo]


18 de diciembre del 2011


La mañana. Una curva del cuerpo se incorpora con el oído en algunas palabras. Creo que busca encadenarse. Hacer preguntas. Otras partes, no menos curvas, se atienen a ser manos pies tórax cabeza ojos. Ya en la cocina. Los dedos en el gatillo de la tacita Limoges color Luis XV. Al lado de la hornalla, el dolor aparece en el meñique. En la primera articulación. Una punzada se traga el hueso y hace a la piel {a} un intervalo degenerado. Esas compuertas, selladas al mundo de allá y al mundo de estas geometrías, han amanecido somnolientas, agarradas a los sortilegios, y avanzan artificiosas a espaldas de sus funciones. Después los intestinos se niegan. Se abren y salen ceros estertores gases y mierdas. Y así continúa la mañana. Como debe ser.

Amen. Un rastrojo de luz por la ventana se condena sobre la sábana de mi colchón. Azul superior. Altura sin presión. Cara del descuido. Arrugas geológicas. Como yo, Me digo sacando cuentas.

Voy hasta la montaña de libros. Allí, cerca, donde tengo amontonados los dolores de Morente. A ciegas, le paso la mano a esas vértebras y saco una. Amanda Berenguer. La Cuidadora del Fuego. Me leo en silencio Los aloes cantan su naranja encendido.
    

jueves, 15 de diciembre de 2011

El vacacionista

15 de diciembre y el 2011
Perspicuo. Colgadas las grasas. Las gafas de sol y todo un invierno enrollado en vellos que desde la osamenta parten como un engendro del paleolítico. Una fuerza bruta de macho barrigón en su avanzada calvicie. Es un corte urbano de opacas caricaturas. Esos dones que tiene el rufián para levantar una tacita de café cuando lee el diario. Y qué lee. Pues sus ojos están cerrados. Embadurnado de cremas y aliños fosforescentes se cuida de la luz ahora que deshojado de camisa (corbata y traje) la piel se le queda estancada en un [a, b] intervalo cerrado cuando todo su peso se derriba sobre una toalla donde está dibujada una palmera rosada. Si fuera proporcional  o estuviera propincuo a su sexuada anatomía allí tendida, nadie se opondría a que todo él, en su bulto total, acalle la tristeza, el roído cuerpo de los anuncios televisivos, de las fotos más nefandas de Mapplethorpe, una margarita exagerada que ha subido por los colores de un mal diseñador y que se exhibe con esa ternura de un Francis Bacon listo para una crucifixión.  

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Camino a Santiago de Compostela (cerca de Sahagún)

14 de diciembre y el 2011
Amarillos y azules. El mediodía se reparte (tresdoble). Recortan los tocones a ras de suelo dos hombres encorvados. Un caos por la colina se encima por donde aparenta un rabillo de tizón avanzar con su muerte lenta. Y no muy lejos, la urraca se desliza con sus alas de navajas y prefiere no estar incluida en este cuadro. A mí me da igual. El viento que se ha alzado como una melena me revoca. Mi camino está marcado (sesgo). Soy un blanco de flechas amarillas.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Cegueras

12 de diciembre y el 2011
Los demás paran. Los demás han vuelto el rostro para ver el accidente. Han escuchado los frenos y luego el inevitable crujir de los metales. El estallido. El suspenso, ese breve silencio, luego. Pero yo he seguido. Es más, me he prohibido mirar.
Detrás de una vidriera hay un maniquí vestido con una falda negra. El entalle le queda ajustado. Le queda bien, pienso. El escote es insinuante, deja ver ese yeso rosado que le sube por el cuello y se concentra en su rostro paralizado. En su cara, sin quererlo, puedo ver el reflejo de una mujer en la vidriera que también le mira. La mujer tiene un sombrero parecido al del maniquí. Niego voltearme para mirarla. Y continúo hacia la derecha.
Tengo fe que los peatones cruzarán cuando el hombrecito se ilumine de blanco. Tengo fe que los autos pararán en la roja. Delante de mí, una pareja se toma de las manos. El tiene un abrigo gris y ella botas negras. Cuando ambos entran en la zona de las cebras, les sigo con la mirada las manos enlazadas. Les sigo los pasos hasta el otro lado de la calle.
En la cafetería. El café tiene espuma color avellana. Un buen aroma. La mano de la señora que lo ha servido tiene las uñas pintadas de cundeamor menos la del índice. Un anillo de casada. La manga derecha de la camisa blanca manchada. Luego, me pone una servilleta blanca y un vaso de agua con la de la manga sin mancha.
Alguien me da las gracias porque le aguanto la puerta y el que está detrás de mi choca conmigo. El que entra, piensa que yo se la he aguantado. No sé por qué lo habrá pensado. Mi intensión ha sido sujetar la puerta para el que estaba detrás de mí. Pero. No sé lo que pueda haber sucedido. Ha chocado conmigo y me he tenido que disculpar mirando hacia la calle.
Cierro los ojos para buscar las llaves en el bolsillo. Tanteo y encuentro la llave de la puerta de la entrada al edificio. Con los ojos cerrados aguanto el manubrio y la introduzco.  La puerta se abre. Doy tres pasos y toco a mi izquierda la pared del pasillo. Tres pasos hacia adelante y encuentro mi puerta. Tanteo el llavín y después el llavero. Creo encontrar la llave. Y es cierto que la encuentro. Tanteo el manubrio y la introduzco. La giro a la derecha y la puerta se abre. Busco a mi derecha, con ambas manos, el interruptor de la luz. ¿Hacia arriba o hacia abajo? Arriba. Abro los ojos. Pura oscuridad.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Levadura o levedad


10 de diciembre cuando en el 2011


Si vuelvo a regresar con las mismas alas intentaré aligerar el corazón. Creo que faltó ese salto en la sangre que borra toda duda, la que aniquila la gravedad para que jamás pisemos la misma luz. Eso lo voy a intentar. Como los camiones de carga que volquetean los escombros. Y traspasaré esa nata de los sueños que (anoche) me suspendió entre Jarman (Caravaggio) con su ángel contorsionista y Fifi le plume.

Le explico al señor de la tienda los vericuetos del peso del pan. Pesa tres bollos en este sábado luminoso bajo la luz fosforescente del establecimiento en una balanza que pestañea, en onzas, un número en dólares. Del pan ácimo y su tendencia al ritual. Y de su color. Le explico. De los panes que parecen llevar una piedra por dentro y son imposible de partir con las manos. El rechazo. Concluyo Es la complicidad de la muerte que vive en los panes. El me explica que ponerle mantequilla es un verdadero peligro mortal. Le refuto Y. O. Le pregunto ¿será la levadura o la levedad a lo que realmente tememos? Tres bollos son un dólar con cuarenta y uno. Afirma.

Cuando salgo de la tienda, como todo un impresionista, padezco ese momento cuando la luz se revela, por un instante, sin verificarse, y las cosas pueden convertirse en lo que uno quiera. Me alivia ese momento de desorientación. El mareo que le sigue. El apretón que tengo que darle al cartucho con los bollos para no caerme. Quizás con un poco más de velocidad, pienso. Si me llegaran a los ojos las cosas con una velocidad mayor que esta luz, tal vez lo podría aplicar a mis alas la próxima vez.  Si puedo cruzar la calle, y llegar al apartamento, lo voy a apuntar en el Diario Intermitente antes que me lo pregunte La Parálisis. 

viernes, 9 de diciembre de 2011

Caminata por el parque James L Braddock

8 de diciembre y el 2011


Me voy. El parque. La continuidad de mis pasos hasta aquí los cuento en pedazos de escenas. Las reconstruyo para no salirme de las llaves que imponen este intervalo. Me persigue un rebaño de hojas. Tostadas por noviembre les ha cambiado el timbre del arrastre. Las más tímidas y cansadas descansan en algunos rincones detenidas ya por una fuerza incomprensible. Las demás me siguen penitentes y desconfiadas.

En el parque hay un lago. En el lago está encerrado un color menos evidente que lo que refleja el aire. En el agua flotan gansos canadienses. Patos con plumas tornasoladas. Las cabezas de algunas tortugas. Y la superficie se eriza porque desde el islote que está en el medio del lago sopla un sorprendente terral. Como si le saliera desde el centro un espíritu de fundamental escape y se golpeara contra la pared que la contiene. Doquier los gansos. Patos. Tortugas. Doquier las hojas han ido a caer por alguna  coincidencia al color menos evidente.   

No soy el único que le da vueltas al lago. Pero soy uno de los pocos que camina a contra reloj. Coincido con gente y caras. Son el resultado de todas las escenas que vengo empatando en un collar de luz. Esos corolarios pasan por el desfiladero de la angustia y me dejan temblando. Pero, ¿cuál angustia? ¿Cómo podría reconstruirla para nombrarla? También. Un esbozo negro de lo contrario, enternecido en las manos, se filtra en ese pasar de la gente. Por ejemplo. La compañía de un perro. La pequeñez de un niño. Una instalación de un tamaño casi siniestro en un banco. Casi. Donde pasean en una silla a un viejo. Y la biyección. Unos espacios con compuertas que dejan a mis espaldas un levísimo aire. Como si se desinflaran globos, y estos, enloquecidos, hicieran varias espirales por los aires antes de caer en el agua como una hemorragia. 

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Marranas 33


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La fiebre. Donde el delirio me encuentra al lado del fuego. Al lado de un gran resplandor con aroma a carne.

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En la recta de los sueños se deviene el tráfico del carbón. La combustión que te encuentra humano (cagando) debajo de un árbol.

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Un estado de momia. Se me han sellado los orificios del cuerpo. Sin detalles entro en un {a} intervalo degenerado.

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Me levanto. Voy hasta la ranura de la ventana. Y me percato que el ruido de las ruedas de los autos es lo que queda de la lluvia en el asfalto.

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Aparece el grafo. Me dibuja la caja donde guardo la armazón de mi piel. Mi piel que es una capa de oro y de plata, dengue. 

sábado, 3 de diciembre de 2011

Yo tengo una capa, dengue

3 de diciembre y el 2011


Un cuerpo para no xxxx. Una instrucción sobre la espalda. No para que cargue. No para que el color del [a, b] intervalo cerrado de la piel sea tentáculo o fusta. Y. O. Breviario de lo genuino. Un tronco (corteza) de intuición. Un Miguel de fuego. Una torpeza de nobles consejos. Un necesario. O. Y. El momento cuando se cruzan facones y nelumbios con la rumba y el desespero de la milonga. No. Tampoco. Se aprende a contraer la luz como una enfermedad de origen. La apertura de los deseos aparecen un día en las hojas de un flamboyán. En el filo del sol de Broqua y Scholberg.  Brillos de anónimas antesalas. Aquello. La magia. Un cocido para que el olvido ponga al desdén en su sitio. Un cuerpo para no xxxx.  

Y cómo entra la luz. Y cómo entra. La plata de las cosas se fía en ese mete y saca. Una restauración para que exista el gesto. El giro de las caderas. Para que reine el temor de la sangre que sobre todos danza con tan sabroso meneo. Es simpleza sin concentrarse en la armazón. Una cómplice. Un lugar  propicio. Una capa de oro y de plata, dengue. A que no te agachas, dengue.  

Luego. Que arranque la luz mi día, dengue. Como carne, dengue. Como alimento, dengue. A que no vuelves, dengue, a nacer para buscar mi capa, dengue. A buscar su paso, dengue. A pesar su cuerpo, dengue. A encontrar su peso, dengue. Seferis, dengue. A que no te agachas, dengue.      

viernes, 2 de diciembre de 2011

Algodón haitiano

2 de diciembre del 2011

El mantel. Como lenta rueda que en los hilos de las pelotas de beisbol transforma las costuras en estadísticas. Blanquísimo. Un presagio interior jalonea.
Desembarca en el aire. Allá. Se alza hacia esas montañas peladas para que la (levedad) haga pulso, presencia, y se apresure el horror, el

Escape entre los dientes, el trismo por El Canal de Saint-Marc y El Paso de Los Vientos, y  para que los alisios penetren ventanales y cortinas, invadan los cabotajes de las cocinas, y se cuelen por los montones de pied-a-terre en trozos blancos y negros, plásticos y palos, fosas y letrinas, en lo que se desmiembra el verdor de la mar bajo "la deslumbrante luz del mediodía". Mientras, los movimientos, de un lado a otro, flexibles de las mujeres hacen madejas de los cuerpos.

El cadáver tirado en la calle tiene la superficie de una piel que no se explica. La camisa toma (guarda) en la brevedad un cintillo de sangre. Se ha congregado alrededor de los pliegues lo curioso. La costura debajo de las axilas, en algún momento, cedió ante lo grotesco, de modo que la propuesta, aparenta ser un alivio. La pierna derecha está doblada con gracia. Las palmas blancas. Boca abajo, los cabellos han quedado enredados como un campo de pangola. Así que aquello de entender que con lo finito no se juega se desprende de los brazos tendidos, pues resulta confortante pensar que parece estar durmiendo en casa. 

jueves, 1 de diciembre de 2011

Pasajero 24

32  

Doble puerta
Esta luz ante las horas.

Cuando se derrama,
Domina el verbo al cuerpo:

Misión de los secretos.
Abre esta luz el corazón de las cosas.

Respiro apacible y contemplo
Como exhibe y conjura.

Lo que toco pasa a ser. Hay una
Sala por donde se pasa a ser sombra.