sábado, 24 de noviembre de 2012

Noes graves. Hoy sin loas.

Diógenes por Jules Bastien-Lepage (1873)




Noes graves. Hoy sin loas. Pero si mañana se arrimaran con los mismos verbos ya caducos, la apoteosis andaría por ahí, la placa instalada en el pocillo del tintero se absorbería en su euforia cibernética. A cada paso que doy una blandenguería de timbres e inflamaciones, descontentos y sombras, las letras al revés del revés de los reveses, mazmorra por las gavetas de las cambrias, y las tuberías, que desde hace una semana vienen sonando, como si todo el edificio estuviese indigesto con los vientos que dejó Sandy, quieren partirse en las paredes. Y lo importante es que algo (todavía) todavía no se lo permite. Y ya veremos hasta cuándo esta página en blanco (ligero tinte gris para el descanso ocular) con su luz se lo tolerará. Estoy, por lo menos, claro que aquí no tendré espacio para levantar este cuerpo de hojas y escambroso Diógenes, y lecturas, y atar la cuerda donde colgaría mis poemas en portugués. ¿Se quebrará el espacio donde Austerlitz gira en la luz para desaparecer con el bello rostro de la haitiana de anoche? 

viernes, 23 de noviembre de 2012

San Guibin (jueves)




USS Santiago de Cuba (1861)



Madre se despierta en el sofá forcejeando con lo nimio en su memoria. ¿Habré estado aquí antes? Me sonríe. Le aseguro que esta tarde sucede entre nosotros y que yo también hace un rato dudé cuando el Hudson aparentaba, desde este noveno piso frente a un vendaval irresistible de luces melifluas, agua sin movimiento, ser una gelatina glauca en medio de un valle, le dije, se lo repetí, antes que nos sacaran la foto debajo del cuadro enmarcado en palisandro donde Santiago de Cuba se contrae entre techos tinajas y azules blancos ante la mar, que esto (fuera) se revuelca con la incertidumbre, por exceso de Numancia (2002) y esas filas de botellas francas, beaujolais dichosos en frutas y sales minerales, quesos reposados y vitoreados en glissandi, y su favorito, un suizo parco de piel narcotinosa al lado de las galletas con sésamo y olivas, y (que) del todo uno podría apuntarlo con acertijos y que no era necesario, al fin y al cabo, que fuera cierto, que si ella y yo nos sentíamos aparte, ahora, del resto, mi padre, su marido, mis hijas, sus hijos, mis nietos, y sus bisnietos, por lo demás no se enterarían. Las aguas siguen su curso. Balbucea con el vidrio de las ventanas por medio. Escudriña allá abajo algo que no ve bien. Son dos gaviotas flotando en el agua. Esos palos levantados es el muelle. Aquello es la orilla y los edificios no se están quemando. Es la caída del sol. Los rascacielos son muchos. Le digo. Le vuelvo a repetir. Y suspira. Se sienta otra vez en el sofá con las manos aguantado la cabeza porque se le cae del dolor, se le escapa por el dolor este cuarto con todos nosotros dentro y la música de Pandora, y el cuadro de Santiago de Cuba, y lo otro, lo nimio. Y (vuelve) a cerrar los ojos, a buscar el viaje de regreso para ver, si con suerte y trabajo, nos encuentra dónde estábamos cuando llegamos. 

lunes, 19 de noviembre de 2012

Brevísima historia catalana (domingo)


Santa Maria de Tahull


Disuadirle no. La luz penetra a pesar de las resistencias y las humedecidas rendijas, y también aquello que es un calvario y en el pueblo permea entre chismes. Su amor por las mañanas de los domingos se aprieta dentro de su rebeca. Lo hace con el gesto de la virgen de Santa María de Tahull para no dejar escapar, según hermanos y familiares, la tibieza del día.

Su vida, un tanto entre abrojos y quemaduras ante el fogón, también tuvo en su mocedad la ventura brevísima del amor. Un tal Ignacio, aparecido de sombras y de manos huesudas y calientes, le tomó el rostro por nelumbios y por su talle aferrose hasta ella subir el desvanecer.

Recuerda aquella tarde, a la vuelta de la era, su vestido de flor verbena y la ligereza, el rumor de los chopos asidos al oeste anticipando lluvias, y el temor al tiempo, cómo le corría ventral el corazón al garete hasta el recodo donde el río linda con las alturas de Montserrat.

Y nadie volvió con ella a bailar las noches de San Juan. Nadie volvió a nombrarle la flor equivocada. Su hijo fue el idiota del pueblo. Le puso Ignacio por castigo. Su rostro, parecido al padre, ladeaba entre la verdad y la mentira. A juzgar, a ella le asomaba la ternura cuando lo llamaba a comer.

Al hijo lo mató un camión en la carretera que va a Barcelona. Y ella, sin disputas, lo bajó a la tierra y le sembró ginestas y muguetes.

Se rumureó que hubo un rumano interesado. Y él, un miércoles, cuando le miró a los ojos, prefirió recoger ajos castellanos a mirarse otra vez en aquellas fosas.

Compra pan a las seis y a las ocho sirve tostadas con tomate y mermeladas, y trozos de membrillo denso. Deja caer el café en cascadas de extranjeros aromas.  Y sabe cómo hacer burbujas en los bordes de las tazas. La miran tan agradecidos.

Después de la comida se saca la rebeca. Para que nadie interrumpa: llave y aldaba. Enciende al viejo Philco en la estación culé. Se cubre en la cama con la pesada colcha azul grana que abuela le tejió a los quince. Volumen y cierra los ojos. Nadie la puede engañar. Mas bien es indiscutible. Allá ellos que no se han enterado que ese chaval Messi es el crac de los cracs.

sábado, 17 de noviembre de 2012

La esquina afeitada




Ya que agolpa pesadumbre el tránsito (y) estimo distante las cosas que se extirpan sin rastro, aquí uno al otro lado del otro, en la esquina afeitada, con la luz de los deslumbrados neones de la ciudad, y acaso una tapa al no ser ni ángulo alguno, sin  timidez, de irreconciliables colores y rodeos, un rizoma de lo fruncido parte de la desesperación al olfato dedicado a la nunfuria, al esqueleto netrofacto de las exageraciones. Temo mucho, y en principio, a tanta obediencia, y que las luces terciarias de esta esquina, a penas de Lucas a Juan, recorran los personajes necesarios. Me quedo varado. Y quiero asegurarme que no aparezcan la familia, los amantes, y la literatura que esquivo. 

viernes, 9 de noviembre de 2012

Marranas 46


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Góngoras. Grapas alguna vez sujetas en la garganta, frágiles de cartílago, profundas de sangre, derramadas por las cómplices estaciones de esta imagen.
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A un lado, la aleta de un verso tanteado. La lluvia resbala, por ejemplo, por el alcantarillado sin que se imite y se desfonde.
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Un frutero en el albor de las aureolas de las piñas, atado a sus mantequillas, al rayo de la cuchara que espera sobre el lino. Una mirada entra sin saber dónde esperar.  
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Yace manco o en turbia consunción. En algunas palabras. Y. O. En ropas, de menor a mayor, sobre una delgadísima línea rumbo al pecho, se desorienta y se busca en la mano perdida.
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Ubica el foso, dos por multiplicar, centelleos, de los ojos encendidos por las fugas de Bach.