lunes, 30 de junio de 2014

La mano de Ka


Jan Lukas. Sans titre (1946)


El plumaje, trizas. A mitad de carretera un pájaro muerto. El resto de los motores y sus ronroneos, salidas desde las sombras a una velocidad incontenible por las glándulas, engrudo que me acerca a Ka. Ese olor a sobacos con sus puntas (erizadas) en dirección a mi Parálisis. Caucho y asfalto sus brazos, el ingrávido recorrido de sus dedos al roce. La carga. Las nubes bizcas y sedientas. Hasta que en la concupiscencia vuelve su piel a pasar tan veloz como lo último, sin pedirle permiso al destrozo. Se oye dentro del caracol como transcurre en una distancia etérea el ronquido invisible de lo perdido. Y sin embargo, el resto queda en su sitio. La mano de Ka en mi brazo. Azucarado atisbo en su voz cuatro castaños moviéndose. Los blancos intermitentes del peralte enflaquecidos.

domingo, 29 de junio de 2014

Vacacionales (II) o La línea padece una raza deportiva

Biblioteca Publica de Nueva York


1
La suma. No es la sombra que minimiza las chancletas expuestas de las mujeres en el verano. Entre los aleros y el sol la línea padece una raza deportiva, inclinaciones hacia un desdén dentro de la placa que se levanta entre los transeúntes, entre las ranuras de esa brisa que eleva a las bolsas plásticas.

2
Las voces, concéntricas glándulas, van segregando ese aceite, una orilla entre las cosas que apenas se mueven. La fortaleza del murmullo. Una igualdad sin confluencias. En los rostros penetra el filo del tránsito.

3
Se puede mover la táctica con su piel en {a} los intervalos degenerados. La táctica de levantarse sin nada. Sin preguntar. Sin estar. Tomar una esquina y después su isósceles y allí volver a doblar hasta la tienda donde un maniquí mira fijamente la llanta de un auto.

4

Frente a la biblioteca de Nueva York. En el segundo piso del Hotel Andaz un grupo de hombres y mujeres se mueven detrás de las ventanas. Van y vienen en orden sobre las mesas, entre las sillas, corren a veces luminosos como en un film de zombies. Detrás de las ventanas. Desde la escalinata de la biblioteca se excluye arriba, y arriba una línea. [a, b) un intervalo semiabierto se diluye tan pronto se mueve el tránsito y los turistas sacan fotos.

domingo, 22 de junio de 2014

Agujero

Manuel Alvarez Bravo. Parábola óptica, 1931

No vi sino pericias detrás de la vidriera. Dos mentiras por una, y compré un café viendo como caía en marzo la nieve. Y cuerpo como otro cuerpo, de hojaldre dulce, me recordó a una alemana, mejores azules que azucenas, un bolero como intercambio por perder un hijo a la locura.

Todo su llanto (marrón y estacionado) un interminable agujero. Eso me pareció. Ojos estacionados. Le hubiera comprado un vestido, pero le compré una gorra a mi hermano, azul y del Chelsea, y pagué 10 por 12 cuando cambié la etiqueta porque a ella- la taiwanesa- también quise mentirle porque la cuestión era un precio a quien se le interpreta pagar.

Y le tomé la mano sinceramente. Mejor mudo, interpreté. Mejor jalarla por las calles en silencio y hacerse el ciego sin dolor. Ella ni yo. Como hace la Parálisis cuando duele. Para no hablar de ese hijo que no volverá. O. Y.  Del reguilete que llama molino de viento y quiere atar a la escalera de fuego.

miércoles, 18 de junio de 2014

Vacacionales (I) o Al desnudo la fijeza

Triste herencia (1900) Joaquin Soralla

1
Anoche bicarbonato, salvo las hierbas, últimas, de la ginebra helada. Soplaba el viento. Y desde la banqueta pronunciaba, desierto, su peso, la entrega. Ah, qué descuelgue el trébol en el trío, la mar en la langosta, los inciensos, el intestino bravo en el metano, su testarudez, dicho empuje, empuje sobrado, inminente peso, oro viejo en el momento de la entrega su carpa, volumen, en el instante de un desnudo.
2
El yodo. El faro vetusto en blanco y pirulí, entabacada hoja, sobre esa piel en desuso la brisa. La marisma zurcida de turbas se agarra, puntada a puntada, de los espartanales. En la distancia. Y la espuma, enana, hasta la butaquilla se desmarca a la luz de los ruidos. Y la mano, también ella, su estranguladora premura, cuenta la derruida quietud, en aquellas volantes barajas.
3
Los parasoles de Long Beach Island. Los inclinados parchos reemplazan las dunas. Por ejemplo. El amarillo contra el rojo zahiere. El verde amortigua a alguien que desenvaina por estribor los aromas de una croqueta. Olores añil. Y recortado dicho rencor, un maestro (Ming Lin), reclinado, pasea las hojas de un libro (Frankenstein). Y tal vez piense Ahí ese asunto de las sierras, pues uno tras otro, los hijos de la Parálisis, irían por la arena a buscar su origen. ¿Y si alguien aprobara esta exquisita gelatina, la tarde, y el estupor con una canción de Patsy Cline?
4
Grosso modo, mate a rosicler. En ello baja hacia Newark un helicóptero seguido de algodones mordidos. Varias manchas requieren partidas y regresos, y sin saberlo, una sospecha que además de esconderse en los brazos de gres, menina de cintura, vacilante, se acerca, campanea débil, y concede. Esta mujer de exuberantes tetas y encerado culo, los intervalos ya celulitis, un viaje amable frente a todos, su cuerpo elíptico, en un deseo (todavía) resbala en el quimbombó de aquellos partos.
5
Ruedan. Encallan. Detritos, vidrios, bufalinos esquemas para hacerle el amor a una botella. Va y viene el agua. Todas las aguas. Infantas, lamentables. Y cómo será que subían tales guantes y repollos a la arena. Que allí cercanas a las enaguas, vivitas, muengas, a lo absurdo enredarse, en el menú de esas tenazas se sostienen, superiores, a un lado, pillando a la masa bajo el sol.
6
Y de a poco la arteria de la playa, desinflada, urdimbre. Ese suflé en la concha descompuesta. La aridez muestra que los desamparos tienen una sobrepelliz nula. El rígido espectáculo en el blanco reguarda el mismo recelo con que esa mujer gorda mira a sus hijos frente a las olas hacer gestos dementes. ¿No es el blanco el color de la humillación? Y sin plan- allá Sorolla- al desnudo la fijeza, las cosas con sus arpegios se aferran, a lo sumo, al canturreo de dos o tres líneas. 

miércoles, 4 de junio de 2014

Entropía (a N y Q)

Frau, die Treppe herabgehend (1965) Gerhard Richter


Como una andaluza sobreexcitada,
un montón de tripas a punto de reventar
al lado del camión del heladero. El muy canalla
suena la campanita corporal, y a él
acuden, por celestiales, los niños
con sus enrojecidas lenguas a poner algo
tan concreto como es un cono (dulce)
en la alegría de sus bocas.

Dos tesuras se contienen al pasar la lengua.
Vasija y vacío.
Y cómo decir que se pongan la alpargata del destiempo
o decir cómo suele discurrir el gato por su cola.
Y que el gato doblegue su maullido, loor, a las piernas
de aquella cortesana. Educada por San Isidro en Sevilla,
dotada de música y mesura en el oído,
para hacer reír los secretos de corto lance
en la alcoba. Pues, leyó las tragedias griegas y las porras
de San Pablo; mejoró sus sudores con saín de ballena
y perforose el ombligo con la intensión de convertirse
péndulo tras la lectura de Lucrecio. Y no dudemos que
podríamos añadir mucho más.
Y como es entrópica esta historia,
hombres y hombres,
guerreros y poetas
en orden los átomos de sus nalgas rasgaron,
y por el portal aquel sus esqueletos, y
al otro lado ni luz ni oscuridad.