miércoles, 18 de junio de 2014

Vacacionales (I) o Al desnudo la fijeza

Triste herencia (1900) Joaquin Soralla

1
Anoche bicarbonato, salvo las hierbas, últimas, de la ginebra helada. Soplaba el viento. Y desde la banqueta pronunciaba, desierto, su peso, la entrega. Ah, qué descuelgue el trébol en el trío, la mar en la langosta, los inciensos, el intestino bravo en el metano, su testarudez, dicho empuje, empuje sobrado, inminente peso, oro viejo en el momento de la entrega su carpa, volumen, en el instante de un desnudo.
2
El yodo. El faro vetusto en blanco y pirulí, entabacada hoja, sobre esa piel en desuso la brisa. La marisma zurcida de turbas se agarra, puntada a puntada, de los espartanales. En la distancia. Y la espuma, enana, hasta la butaquilla se desmarca a la luz de los ruidos. Y la mano, también ella, su estranguladora premura, cuenta la derruida quietud, en aquellas volantes barajas.
3
Los parasoles de Long Beach Island. Los inclinados parchos reemplazan las dunas. Por ejemplo. El amarillo contra el rojo zahiere. El verde amortigua a alguien que desenvaina por estribor los aromas de una croqueta. Olores añil. Y recortado dicho rencor, un maestro (Ming Lin), reclinado, pasea las hojas de un libro (Frankenstein). Y tal vez piense Ahí ese asunto de las sierras, pues uno tras otro, los hijos de la Parálisis, irían por la arena a buscar su origen. ¿Y si alguien aprobara esta exquisita gelatina, la tarde, y el estupor con una canción de Patsy Cline?
4
Grosso modo, mate a rosicler. En ello baja hacia Newark un helicóptero seguido de algodones mordidos. Varias manchas requieren partidas y regresos, y sin saberlo, una sospecha que además de esconderse en los brazos de gres, menina de cintura, vacilante, se acerca, campanea débil, y concede. Esta mujer de exuberantes tetas y encerado culo, los intervalos ya celulitis, un viaje amable frente a todos, su cuerpo elíptico, en un deseo (todavía) resbala en el quimbombó de aquellos partos.
5
Ruedan. Encallan. Detritos, vidrios, bufalinos esquemas para hacerle el amor a una botella. Va y viene el agua. Todas las aguas. Infantas, lamentables. Y cómo será que subían tales guantes y repollos a la arena. Que allí cercanas a las enaguas, vivitas, muengas, a lo absurdo enredarse, en el menú de esas tenazas se sostienen, superiores, a un lado, pillando a la masa bajo el sol.
6
Y de a poco la arteria de la playa, desinflada, urdimbre. Ese suflé en la concha descompuesta. La aridez muestra que los desamparos tienen una sobrepelliz nula. El rígido espectáculo en el blanco reguarda el mismo recelo con que esa mujer gorda mira a sus hijos frente a las olas hacer gestos dementes. ¿No es el blanco el color de la humillación? Y sin plan- allá Sorolla- al desnudo la fijeza, las cosas con sus arpegios se aferran, a lo sumo, al canturreo de dos o tres líneas. 

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