Melih Dönmezer |
El almuerzo. A pesar
de sus quilos y gramas, la tierra propone sus proporciones, el lanzarse a lo
vacuo. Madre concluye. Reclama en las amapolas el día de sus caídas. La mirada
en toda su colección de muñecas. Y a un lado pone pan. La mesa. Formica. Lumen.
La inerme transigencia de la cuchara, desvío, curva donde dócil el ajo,
estrellado, contracción, como advirtiesen, y no por sabias o brutas, sus puntas,
viene de una cuerda del gran cello a estremecer cuando la lengua no puede. Y
quiero entenderla. Entender lo extendido. Su fricativa en la oclusiva, el texto
bajo la capa de pretextos y seguranzas. El almuerzo. Y. O. Luego un muslo,
tamboril para bordar- Baudelaire- salsas glosadas de tuétano, cae- pone para
instalarse- mi duda en reposo, las arenas a su ola, el pulso del pintor a su (acuarela)
cuando le niegan el azul del cielo, el agua a sus caracoles, el redondel,
ceguera, a la madeja de la Singer. Y no importa. No es que llegue. Corrijo. Llego
tarde siempre. Trago saliva antes que me empoce la siesta, que, al desvestirse,
descubre a mi madre alzando un pie ante el pintor. En
última instancia,
la insipiente penumbra del soslayo. O sea, una olla chifla. Están los
frijoles y hace rato el arroz esperando.